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Princesas entre cuerdas (Capitulo VIII)

Adoptar un niño era una cuestión delicada y exigía una adecuada mezcla de ingredientes, una gran dosis de responsabilidad con algunas gotas de vida estable. Tenía la impresión a veces de que Hettie quería ir demasiado deprisa. Nuestra relación estaba funcionando bien, nos gustaba estar juntas respetando los espacios de cada una, compartíamos buenos momentos pero a la vez nos sentíamos libres para dedicarnos a nuestra profesión. Digo libre pero cuánto tiempo me ha costado poder emplear con rigor esa palabra para hablar de mí. Cuando miro hacia atrás y me veo con apenas seis o siete años la primera imagen que se interpone como si mi cabeza fuera un fichero que por casualidad se abre, es la viola que un día mi padre me entregó como si fuera un tesoro. Ni que decir tiene que me hizo una descripción de aquel instrumento como si fuera la novena maravilla del mundo.

Empecé bien, no sé como papá se agenció el instrumento, pero con su insistencia consiguió que a los ocho años ya dedicara un par de horas al día. A medida que crecía, sin embargo, me iban llamando la atención otras cosas en la vida como descubrir las maravillas de la naturaleza que él me había enseñado a apreciar, o entender algunos mecanismos del cuerpo humano como las células o las neuronas. Esas inquietudes me abrieron otros mundos y para dedicarme a ellos necesitaba un tiempo que había de detraer de la música. Estaba decidida, y quería sentirme libre de hacerlo sin tener por encima como flotando la voluntad de mi padre cual espada de Damocles. Después de todo, para llegar a ser una buena intérprete de música clásica, hay que ensayar, repetir una y otra vez hasta lograr la perfección y en eso se encuentra la satisfacción, el gusto íntimo por lo bien hecho, por repetir, o mejor por reinterpretar lo que hicieron los grandes genios.

Mis intereses se iban decantando por otra línea bien distinta y la música se convirtió en un estorbo aunque mis profesores insistieron en que debía continuar, de la manera que quisiera pero lo importante era persistir; esa sugerencia me pareció piadosa para evitar que yo cortara o que papá se enfadara y organizara un nuevo conflicto familiar como ocurrió tras la marcha de Águeda, pero era poco realista.

En el ‘queji’ encontré un grupo de gente con la que sintonizaba en las inquietudes vitales y que me indujo a participar en manifestaciones junto a las asociaciones de ecologistas y los partidos verdes. En los veranos nos juntábamos alrededor del chopo gigante bajo la vía del tren y manteníamos largas conversaciones hasta altas horas de la madrugada sobre las alternativas a la degradación del planeta o sobre cómo forzar a los partidos de izquierda tradicionales para que asumieran los postulados verdes. En aquella época tuve alguna charla con Águeda que me insistía para que acudiera a las reuniones del pecé, pero la posibilidad de colaboración era escasa porque los comunistas querían acaparar la dirección del movimiento ecologista.  Tentada estuve por aquella época de alistarme en las filas de un partido verde pero finalmente permanecí como mera simpatizante participando en actividades que yo había decidido que eran interesantes.  

Cefe vivió mi separación progresiva de la música como una traición, pero no renunció y dio la batalla, apoyando sus argumentos sobre las evaluaciones de los profesores de música, para que retomara la viola. En los primeros momentos invocaba el principio de la autoridad paterna y al ver que no tenía éxito llegó incluso a rogármelo. Me montaba unas escenas en el jardín del ‘queji’ que presenciaban los vecinos a los que se les escapaba una risita burlona o eso era al menos lo que yo percibía con sonrojo, aumentando así el cabreo sordo que yo iba gestando contra él y al tiempo contra la música, de manera que llegué incluso a dejar de escuchar música clásica.

Cuando me percaté de que Cecilia persistía entusiasmada con el chelo, vi el cielo abierto y creí que había llegado el momento de abandonar. Papá nos necesitaba a todas según proclamaba a los cuatro vientos para formar un quinteto y siguió con esa pelea que me agotaba hasta extremos que consiguieron asustarme por el rencor que iba acumulando de forma progresiva en mi interior y que llevaba a considerarme como un monstruo.

Por otra parte cada día toleraba peor el conservadurismo de papá al que le parecía que después de Franco todo habían sido desgracias y nada bueno había ocurrido en este país, salvo la presencia de Fraga que por fortuna había conseguido unos malos resultados electorales al frente de ‘los siete magníficos’ de la Alianza Popular. Ese discurso tan rancio me producía desazón y procuraba asomar por casa el menor tiempo posible no fuera a ser que mis amigos pensaran que algo podría pegárseme, sin darme cuenta de que los padres de muchos de ellos mantenían opiniones coincidentes con las de Cefe.

Centré mis preocupaciones en conseguir estudiar una carrera que me permitiera poner en práctica las ideas que sustentaba y me decidí por la ingeniería de montes pero sin embargo cuando llegó el examen de selectividad no conseguí la nota necesaria para entrar en la Escuela.

Pensé en marcharme a Inglaterra para aprender inglés y al año siguiente volvería a intentarlo de nuevo. Me fui cansada de pelear con papá y su tozudez para demostrarle que podía ser independiente y ganarme la vida por mí misma fuera del refugio familiar. No sé cómo vivieron mis hermanas el segundo abandono del hogar pero para mi fue una liberación.

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La vi tan pensativa mirando a través de la ventana que no me atreví a interrumpirla, pese a que la vista no animaba a la contemplación. Yo siempre había considerado a Eugenia como a una hermana mayor  pero a la vez cercana que me servía de modelo y cuando decidió irse a Inglaterra porque no quería seguir tocando la viola, sentí la responsabilidad de tener que soportar sola como una especie de atlante la pesada carga de la voluntad de mi padre y entonces califiqué la decisión de Eugenia de tomar el camino fácil, la opción de menor riesgo, era como si abandonara el barco donde quedábamos solas mamá, Violeta y yo con un capitán cascarrabias, corroído por dentro cada vez que sus ayudantes mayores soltaban amarras.

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Tengo la impresión de que Cecilia debió pensar que mi marcha era una huida para vivir mejor pero la primera época en Londres estuvo plagada de problemas y dificultades. Seguro que ella no es consciente de que estuve tentada de regresar en varias ocasiones; no tuve fortuna con la primera familia en la que trabajé de ‘au pair’, la familia era de origen pakistaní, y el padre regentaba una casa de antigüedades en Kensington; ellos andaban holgados de dinero, por lo menos los muebles que tenían en la casa me lo confirmaban, pero yo pasaba hambre. Todos los miembros de la familia estaban delgados y al principio pensé que la razón de la delgadez tenía tintes religiosos al ser hindúes, pero luego me di cuenta de que la escualidez provenía de que comían poco. Se habían integrado tanto en la vida inglesa que me escatimaban hasta el agua caliente para ducharme.

Sin embargo aproveché el tiempo asistiendo a una escuela nocturna para aprender inglés y a los tres meses saqué el first. Se acercaba el momento de pensar en el regreso a España o, por el contrario, de seguir en Inglaterra. Mamá me escribía a menudo, me contaba cómo estaba Cefe, y pese a las broncas que habíamos tenido, él estaba convencido de que yo volvería para retomar la viola.

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Cuando Cefe se percató de que también Eugenia abandonaba de forma irremediable, su enojo creció muchos grados, se alteraba con frecuencia por cosas de poca monta, venía detrás de mí persiguiéndome y espiaba mis prácticas con el chelo, e incluso me gritaba para que pusiera toda la pasión en las piezas que preparaba. Prestaba especial atención a las noticias que daba la tele procedentes de Inglaterra y a todos los vecinos les informó sobre la marcha de mi hermana para estudiar inglés añadiendo siempre la coletilla de que a la vuelta del verano ella regresaría para continuar con sus estudios de música.                                

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Releía una y otra vez las cartas de Marina y se me abrían las carnes al pensar en la vuelta y en las discusiones que tarde o temprano se reiniciarían porque si alguna cosa tenía clara en esta vida era que no quería continuar estudiando música. Encontré trabajo en un ‘pub’ del Soho y alquilé un apartamento junto con una chica italiana que había conocido en la academia de inglés, yo quería seguir estudiando pero no me quedaba demasiado tiempo libre y me dediqué a hacer cursos por correspondencia.

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Cefe interpretó la decisión de Eugenia de no regresar como una declaración de guerra, se puso mohíno, pasó unos días sin hablar en casa y, en cierto momento, no sé si tuvo relación con algún acontecimiento sucedido con mi hermana, el hecho es que dejó de hacer comentarios sobre ella y cuando hablaban en la tele de Inglaterra cambiaba de canal y decía que los músicos de las orquestas inglesas eran unos soberbios comparados con los alemanes mucho más abiertos y encima para mayor escarnio los instrumentos de metal ingleses estaban afinados muy agudos y sonaban a banda de pueblo.

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Intuía por las cartas de mamá que algo pasaba en España pues papá ya no añadía coletillas de su puño y letra a las cartas que ella me enviaba con frecuencia pese a que los encabezamientos de las mías siempre iban dirigidos a los dos. Y cuando llegó mi siguiente cumpleaños y no escribió ni unas letras, mis peores presagios quedaron confirmados.

Me escudé pensando que el tiempo lo curaría todo pero este hombre ha sido tremendo, de una terquedad supina, se ha enfrentado a todo y a todas, incluso a los que supuestamente éramos sus seres queridos, con tal de no renunciar a sus propósitos. Por otra parte cree que ha sacrificado en balde su vida por nosotras, cuando en realidad nos ha considerado como un mero apéndice, como una prolongación suya, que debíamos de satisfacer sus aspiraciones, aunque fuera por motivos comprensibles pero ajenos a nosotras.

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Me decidí a interrumpirla pues me angustiaba verla tan absorta, con un ‘¿sigues trabajando en el laboratorio?’, y un ‘sí, allí sigo’, por respuesta, pero Eugenia continuaba abstraída, de manera que ese casi monosílabo escueto y punzante parecía indicar su poco interés por mantener la conversación, y al punto se encerró de nuevo en su mutismo y me fui al salón para no cortarla.

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El laboratorio fue mi salvación. Tardé casi dos años en encontrar un trabajo como recepcionista, y cuando entré me pareció que había ingresado al palacio de Buckingham. El edificio era funcional, pero muy luminoso, los espacios donde los empleados trabajaban eran grandes y abiertos, y la recepción estaba ubicada en un hall espectacular con unos ventanales corridos desde el techo hasta el suelo que permitían aprovechar al máximo la escasa luz del sol en el invierno inglés. El mostrador que yo detentaba era además lugar de paso de los empleados y de las visitas de manera que me constituí en punto de encuentro de la gente que me acogió especialmente bien, rebatiendo esa idea de seriedad que a veces producen los británicos.

Mi inglés ya era bastante fluido y me manejaba con soltura al teléfono, y en cuanto encontré una oportunidad me apunté a unos cursos que ofrecía la compañía, y ni corta ni perezosa me fui a mi jefe y le dije que yo quería hacer otras tareas en esa empresa y pregunté qué podía hacer para mejorar mi situación profesional. Mi jefe me miró primero de soslayo y luego de frente sorprendido quizá de la iniciativa de aquella chica spanish y me dirigió con una nota amable de recomendación a recursos humanos donde conocí a Hettie, tan risueña y encantadora como después llegué a apreciar en otras facetas. Enseguida se interesó por mí, se ofreció a orientarme y me trazó un programa con los cursos que ella consideró adecuados para entender el negocio que allí se llevaba entre manos.

Tuve suerte con los profesores de Henley, la escuela a la que me enviaron, quienes dieron informes muy positivos sobre mi aprovechamiento y cuando me incorporé al departamento de producción ya estaban esperando mi llegada. Había mucho tajo pero me encontraba a gusto y todo se me hacía fácil. Mis jefes estaban sorprendidos pues no solo aprendía mi tarea sino las de los que estaban  cerca de mí.

A través de Hettie me incorporé a un programa de marketing y cuando le dije a mi director que yo lo que quería era trabajar en otro departamento, ya tenía preparada su respuesta, ‘preferiría que siguieras trabajando con nosotros pero no puedo retenerte contra tu voluntad, por otra parte, estoy convencido de que también te desenvolverás muy bien en el nuevo puesto’.

Allí, en marketing, estaba la crema de la crema de la empresa, al principio me miraron por encima del hombro pues no tenía título universitario ni master que llevarme a la boca y para mayor oprobio mi acento me delataba como latina. Esa situación duró poco y unas semanas después ya estaba integrada en el nuevo puesto. Creo que les caía bien a los británicos por mi cierta apariencia de inglesa, ese conjunto de ojos claros, pelo castaño y ese desgarbo congénito que siempre me habían afeado mi madre y mis hermanas, en una época en que los ingleses comenzaban a veranear de forma masiva en España. Me consideraba casi una inglesa y decidí vivir como lo hacían ellos. Me instalé en una casa muy cerca de Milton Keynes a treinta minutos en auto de la empresa.

                                  *******

Estaba preocupada sin saber que hacer, sentada en el sofá del salón y me levanté decidida a sacar a Eugenia de un ensimismamiento que me resultaba incómodo, la verdad es que la pregunta que le hice era poco apropiada pero una vez planteada no tenía muchas posibilidades de arreglo,

- ¿te sientes preparada para tener un hijo con otra mujer? 

- no sé, respondió,  si hay alguna prueba para decidir cuando una mujer está lista o no para tener hijos, al menos yo la desconozco, pero me cuesta pensar que con un hombre hubiera sido más fácil.

Era evidente que le había irritado mi pregunta e hice como si tuviera que regresar al salón.

                                              *****

Nunca antes me lo había planteado aunque tenía la impresión de que ninguno de los hombres que había conocido me hubiera hecho alguna vez una petición semejante. No es que hubiera encontrado hombres maravillosos pero yo tampoco era una mujer excepcional. Cuando trabajaba como recepcionista tuve muchas invitaciones para salir a cenar o a ir al pub a tomar una cerveza, y acepté unas cuantas. No sé si aquellos chicos, en realidad eran más jóvenes que yo, eran interesantes pero me parecían unos inmaduros, todavía el restaurante resultaba soportable si la cena era digamos que aceptable, pero en los pubs la televisión les absorbía de los pies a la cabeza, sobre todo cuando había fútbol o rugby, y tras dos cervezas ya estaban eructando, algo que no soporto. 

Salí primero con John el encargado de la seguridad del edificio y luego con Andrew, el chofer del presidente, durante varios meses pero ninguna de las relaciones progresó. Ahora pienso, y si alguien me oyera diría que soy estúpida y pretenciosa, que para los hombres agresivos yo suponía una competencia que no estaban dispuestos a tolerar y a los mediocres les ponía el listón muy alto. El caso es que no llegué a enamorarme de ninguno de ellos.

Cuando me moví a producción y ya era una profesional que quería progresar, varios jefes se interpusieron en mi camino tratando de cobrarse peaje si quería conseguir un atajo en mi carrera, pero sorteé con relativa facilidad las propuestas sexuales con aliento a cebolla o con hedor a camisa sudada con mas de una puesta sin lavar.

Al final me enrollé con Mike un supervisor que no me planteaba problemas pues teníamos el mismo nivel. Podría asegurar que ha sido la única vez en mi vida que me he enamorado de verdad de un hombre. Mike me parecía guapísimo aunque no creo que mis hermanas si le hubieran conocido habrían compartido esa opinión. Era más alto que yo, de pelo rizado y con una cara redonda con aire de ángel de Rafael, labios carnosos que daban unos besos de muerte, pero sobre todo era tierno, sensible, enseguida comenzó a estudiar español y me preguntaba infinidad de cosas acerca de España y de los españoles, y quería viajar para conocer a mi familia. Quizá quise ir mas deprisa de la cuenta, sin considerar la velocidad que Mike podía tolerar. Me trasladé a vivir a su casa al cabo de tres semanas de salir juntos y cuando le hablé de casarnos después de sólo cuatro meses, se asustó, o al menos esa es la impresión que entonces me causó.

Así, al recibir Mike una oferta importante para ir a Edimburgo no lo pensó dos veces y se marchó aunque trató de convencerme de que aquel paso era una etapa en su carrera que nos permitiría afrontar con rapidez una vida en común. Al principio hablábamos a diario por teléfono, y quedábamos los fines de semana para pasarlos juntos bien en Londres o bien en algún punto intermedio. Pero cada vez se mostraba más desinflado y la historia acabó de muerte natural. Me resultó duro aceptar su final, pensé que Mike era un estúpido y que había sido mejor no haberme casado con aquel tipo que se habría divorciado a la primera de cambio; lo que más odio de los británicos es el desapego hacia las personas, esa distancia que siempre interponen y que les permite mantenerse a salvo de los problemas del corazón; en eso eran y son radicalmente diferentes de mis amigos de ‘el queji’. Aunque me ha costado aceptar esa forma de ser, ahora me resulta cómoda pues no tengo ganas de aventuras sentimentales con otros hombres. Cefe y Mike, aunque por distintos motivos, han sido suficientes para mí.

Mi carrera en marketing fue meteórica y en pocos meses arrasé, quizá sea indulgente en exceso, pero es cierto. En dos años pasé de gestora de producto a dirigir el departamento, simultaneando con la realización de un master; conocía la empresa al dedillo, desde abajo como hay que conocer las situaciones para dominarlas, había trabajado en producción que era la cocina de la compañía, y cumpliendo el dicho de ser ‘cocinero antes que fraile’ o mejor ‘cocinera antes que monja’ como sería en mi caso. Me encontraba en un momento profesional excelente y tuve unas cuantas iniciativas de éxito que fueron reconocidas por el consejo de administración de la compañía. La primera vez que hube de presentar el plan de marketing de un producto nuevo ante el consejo de administración me sentí como Sigourney Weaver en aquella película, ‘Working girl’, cuando se imaginaba volar a ras de la mesa del consejo.

Pero a partir de cierto punto me di cuenta de que tenía que frenar el ritmo de trabajo, no podía dedicarle a la compañía tantas horas como lo hacía ni tampoco nadie me lo exigía; era raro que alguien se quedara trabajando pasadas las cinco de la tarde e incluso apagaban las luces y tenía que pedir un permiso especial a seguridad para permanecer en el edificio tras esa hora. Decidí volver a tener tiempo para mi, para relajarme, leer, dar paseos o ver un museo, empecé a tener ganas de nuevo de escuchar música clásica y me resultó fácil porque no hay otra ciudad en el mundo con una oferta mejor que Londres para la música culta, así que me saqué un abono que me obligaba a bajar a la ciudad al menos cada quince días.

                                                * * * * * * *

- Cecilia, ¿te he dicho que he vuelto a ir a un auditorio después de unos cuantos años? He sacado un abono para la London Simphony, suelo ir con Hettie y después del concierto cenamos en un restaurante de Londres y regresamos a Milton Keynes de madrugada. Querrás creer que mi amiga aprendió a tocar el clarinete en la secundaria, fíjate lo que son las casualidades de la vida.

No supe qué contestar y respondí con un tópico ‘¡que interesante!’.

Ella siguió como si nada, parecía exultante y me alegré de que hubiera salido de aquel extraño y letárgico silencio.

- A raíz de la adopción de la niña he leído multitud de libros que plantean el tema de la conciliación del trabajo con la vida privada, eso que a los hombres les resulta tan difícil. También les resulta complicado comunicarse bien o trabajar en equipo. ¿Pasa algo parecido en el mundo de la música? He llegado a la convicción de que las mujeres ejecutivas podemos ayudar a cambiar el papel del directivo tradicional masculino. Aportamos sentido común, sensatez, sabemos escuchar, nos relacionamos bien con las personas y no somos monotemáticas, sino que poseemos una variedad de intereses enriquecedora para las personas. Pasarte doce horas diarias en la empresa acaba por quemar a cualquiera y al cabo de un par de años la gente destruye su creatividad y se queda como en barbecho, ¿no?