Princesas entre cuerdas (Capítulo X)
Tras unos minutos junto a la puerta de la UCI, comencé a caminar por los largos pasillos del hospital. Las sombras de aspecto tétrico se alternaban con las luces que salían de las habitaciones y al pasar podía intuir a los enfermos medio adormilados y escuchaba voces deformadas que salían de los televisores. En la sala de control, las enfermeras recién venidas de la última ronda se juntaban en corrillo quizá para comentar informaciones sobre los pacientes aunque entreveradas por chistes puesto que de vez en cuando se les escapaban sonoras carcajadas.
En una esquina del pasillo había un ventanal hermoso a través del que se veían muchas luces de un Madrid cuyos habitantes todavía no se habían acostado. La luna resplandecía casi llena dejando entrever a lo lejos la silueta de la sierra, esa sierra que Cefe había pateado tantas veces, en los últimos años en soledad. Tenía que ser triste para mi padre aunque nunca lo hubiera admitido ir a la montaña que tanto quería sin ninguna de sus cuatro pequeñas, pese a que ahora todas recordábamos y reconocíamos aquellas andanzas al menos con nostalgia. A mí me daba pena, y a punto estaba de echarme a llorar.
La avenida frente al hospital todavía estaba frecuentada por los coches y podía verse de un lado la estela arrojada por una infinidad de pilotos rojos traseros y del otro los haces blancos de los faros delanteros. Yo no hacía otra cosa que preguntar a mis hermanas qué tal les iba en su vida, pero no les había dado muchas oportunidades de plantear la cuestión a la recíproca, sobre cómo me iba a mí y cuando yo hablaba era para defenderme de sus pretendidas envidias. Percibía que me iba poniendo cada vez peor y tentada estaba de pedir que me ingresaran en aquel hospital.
Pero que no me sintiera bien no era novedoso, así llevaba años, con una sensación de algo que me turbaba por dentro, y muchas veces me había planteado la pregunta buscando la razón de esa desazón. Un día no hace mucho, una idea se me cruzó por la cabeza y traté de espantarla como a una mosca de un manotazo y mientras hacía el movimiento percibí que quizá la solución estaba allí. Mis hermanas estaban en lo cierto. Yo era la única hermana que había contemporizado con Cefe y la que de alguna manera había llevado a buen puerto sus fantasías y sus proyectos sobre nosotras, aunque con un coste elevado.
Pese a todo el esfuerzo había fracasado en mi intento de sacar la plaza en la nacional. Después de los muchos años de preparación que llevaba, con las notas que tenía y los excelentes informes de los profesores. Era como si hubiera tirado por el sumidero del baño unos cuantos años de mi vida. Ellas siempre habían dicho que yo era urbana, que el campo no era para mí, y es cierto, me veo identificada sobre todo con mamá en ese aspecto de mi vida.
Cuando estábamos en el ‘queji’ procuraba evitar las salidas con mi padre porque adivinaba que terminarían en bronca y yo llorando incapaz de seguirle por las trochas intransitables por las que a él le gustaba caminar, me detenía rota de cansancio y al segundo él me instaba a reanudar la caminata. Tenía pánico a saltar por encima de las rocas con la certeza de que me iba a despeñar y entonces me quedaba paralizada en equilibrio inestable. Mi padre gritaba, ‘vamos, no seas tonta, salta, no ves que estoy aquí para cogerte’, pero sus palabras no me aportaban ni un ápice de confianza, y cuanto más me presionaba, sentía que mis miembros se agarrotaban y se hacían rígidos. Hasta que decidí dejar de salir al monte con Cefe y en compensación me dediqué al chelo en cuerpo y alma.
Al llegar a la adolescencia yo viví la época gloriosa del ‘queji’ y digo gloriosa porque había un ambiente estupendo, teníamos una pandilla genial, yo iba con la gente tranquila y sensata aunque había algunos ejemplares tremendos para correr y no parar. Las mañanas las pasábamos en el río, tonteando con los chicos mientras ellos trataban de pescar truchas con la mano, y luego nos íbamos a la poza del segundo molino donde cubría lo suficiente como para tirarnos de cabeza. Al caer la tarde mi madre nos preparaba una merienda-cena para que pudiéramos salir pronto y nos juntábamos otra vez toda la pandilla en el bar de Hugolino. Pasábamos allí un buen rato, nosotras tomábamos coca-cola pero los chicos bebían botellines de cerveza y jugaban al futbolín. Allí comencé la amistad de la que sería y sigue siendo todavía mi mejor amiga, mi amiga del alma, Olivia.
Ella, aunque me cueste aceptarlo, representaba algunas de las cosas que a mi me hubiera gustado hacer o ser, los estudios se le daban fenomenal sin olvidar el gran esfuerzo por su parte, pues se lo ganaba a pulso y le dedicaba largas horas que no agotaban su día, porque Olivia desarrollaba otras actividades, unas serias, dando clases de matemáticas y física para sacarse un dinero con el que cubrir sus gastos y otras divertidas, como el baile clásico, porque había muchas cosas en la vida por las que se interesaba. Pero lo que siempre añoré de ella era su relación afectiva, tras varios desencuentros amorosos, con Ernesto. Me gustaba porque ambos era bien distintos pero se entendían a la perfección casi sin hablar, como si sus cuerpos mantuvieran conversaciones aunque sus pensamientos estuvieran en otra parte y eran sus cuerpos los que discutían, los que llegaban a acuerdos y los que hacían el amor, aunque el cerebro de sus dueños tuviera poco que hacer entre medias. Ernesto era médico y pasaba parte de los veranos en proyectos de ayuda a países pobres. Olivia colaboraba en proyectos internacionales de desarrollo sostenible. Yo llevo varios años dándole vueltas al tema de las onegés pero no he visto nada parecido que se llamara ‘músicos sin fronteras’, quizá alguien haya de dar el primer paso, aunque parece que Baremboin tiene un proyecto semejante con una orquesta mixta de jóvenes judíos y palestinos.
Siempre que reflexiono sobre mi pasado salen a escena la pareja de Olivia y Ernesto, y empiezo a preguntarme qué pasa en mi relación con Sergio. Sin embargo, no puedo quejarme, pienso en ello repetidamente una y otra vez y nada puedo reprochar a mi pareja.
¿Será envidia lo que siento hacia ellos? Sergio es un buen músico profesional y consiguió lo que yo siempre anhelé y no pude lograr. Nos conocimos en el Conservatorio y empezamos a salir cuando iniciamos la preparación de la oposición. Tocábamos distintos instrumentos pero ambos habíamos elegido dedicarnos al arte y compartíamos, cosa extraordinaria para una pareja, la pasión por la música. Él consiguió el puesto de pianista en la orquesta nacional y le va bien y me siento orgullosa de ser su pareja.
Aunque la vida le ha sonreído siempre y le ha posibilitado recorrer su camino con facilidad, de algo tenía que haberle servido haber nacido en una familia de artistas, pues su padre arquitecto, trabajaba en un despacho famoso y había participado en grandes proyectos no solo en España, sino también en otros países; y su madre, ya retirada, había tocado el violín en una orquesta de cámara de renombre.
Parece que apenas con dos años se tumbaba en el suelo pasmado escuchando los ensayos de Alejandra, su madre, con el violín. El encuentro con los clásicos y esa imagen se le quedó grabada a fuego como el único recuerdo de aquella época, según me relató la primera vez que nos encontramos contemplando un magnifico piano de cola, plantados frente al escaparate de El Real Musical a unos cuantos pasos de la boca del metro en la plaza de la Ópera, delante del Teatro Real. Y a los tres años lo sentaron en el taburete junto al piano sobre varios cojines superpuestos para que pudiera llegar a las teclas.
Alejandra mencionaba una anécdota, a los cuatro años perdió el equilibrio y se cayó de bruces sobre el teclado porque tenía que tocar con cada mano unas teclas muy distantes entre sí y como no alcanzaba, se puso de pie y se estiró tanto de manos que se vino primero sobre el teclado y luego al suelo haciéndose un chichón monumental al golpearse contra un pedal del piano. Pero Sergio no se amilanó y siguió aprendiendo día a día bajo la mirada protectora pero firme de su madre. Cuando los estudios se fueron complicando y tenía deberes del colegio que hacer en casa, le resultaba difícil sacar las horas diarias necesarias frente al piano, pero era como si hubiera firmado un juramento con sus padres y su madre actuaba de albacea para que nunca se le olvidara. Durante todos esos años no supo lo que era jugar con los amigos, pues aunque un día a la semana salía con ellos, no compartía las aficiones frecuentadas por ellos, no le gustaba el fútbol, ni el baile y por supuesto nunca se había emborrachado porque sí, todo un fin de semana.
Pronto se vio, según él me contaba años después, como un muchacho serio preparando unas oposiciones para ser funcionario de la música, como si su trabajo fuera a ser fechar pólizas, eso sí, al son de la música de Mozart. Cuando nos conocimos empezó a poner su rebeldía al servicio de la música de vanguardia, algo que nunca llegué a entender del todo. Se interesaba por la música atonal, la dodecafónica, y la electrónica de autores que nunca me han cautivado porque carecen de sentimiento, como Schoenberg, Cage, o Boulez y comenzó a ensayar las obras para piano de esos autores con gran disgusto de Alejandra que pensaba en que su hijo siguiera los pasos de un gran maestro clásico al que ella había conocido y admirado como Joaquin Achúcarro. Entró en contacto con círculos minoritarios y le invitaron a tocar con la Orquesta de las Nubes, con la Camerata del Prado y con otras formaciones especializadas en la música actual.
Nuestro noviazgo fue corto, duró el tiempo de preparar la oposición, pues aunque yo no la saqué con el dinero de su sueldo pensamos que podíamos independizarnos y decidimos irnos a vivir juntos, y si teníamos hijos en algún momento ya veríamos si nos casábamos o no.
He de admitir que Sergio me ayuda mucho con los niños, ha colaborado como el primero en las tareas domésticas, y no me queda más que descubrirme y decir, es estupendo. No sé qué otra cosa puedo pedirle a un hombre.
Tenía razón Eugenia cuando decía que yo ignoraba lo que en realidad quería, porque mi situación era ideal. Pero noto que echo de menos algo, quizá sea un punto de enamoramiento, de ilusión, o acaso lo que ha sucedido es que se descosió el traje que tejimos en nuestros primeros meses de enamoramiento y necesita compostura. Cuando nos conocimos concebí situaciones maravillosas a las que nos conduciría la música, estaba convencida de que la música serviría para que nos amáramos aun con mayor intensidad si cabía, sería un tema principal de conversación y de dedicación con el que compartir gustos, opiniones, técnicas y un sinfín de otras cosas. Me veía sobre un escenario a noventa grados de él haciéndonos guiños de complicidad durante las actuaciones o evadiéndonos a mundos insólitos cuando era el otro el que interpretaba algún solo. Soñaba con que haríamos el amor oyendo a Brahms, me figuraba que yo era una musa, la suya y la de su grupo de amigos del conservatorio.
Pero he de reconocer que nada hay más lejano en la realidad. Mi primera gran desilusión surgió cuando no saqué la oposición a chelo de la nacional aunque Sergio nada tuvo que ver. Después cuando al fin entré en la orquesta municipal me planteé abandonar pues aquello me exigía una gran dedicación y viajes, algo parecido a lo que le sucedía a él y fui yo la que cedí pues su carrera estaba consolidada y tenía un futuro más perfilado que el mío, aunque Sergio siempre estuvo dispuesto a compartir y apoyar mi carrera.
Elegí o al menos acepté dedicarme al cuidado de los niños, ahora no tengo tan claro cuál fue la razón principal de aquella decisión pero me inclino a creer que detrás estaba todavía la sombra exigente hasta decir basta de Ceferino, y me puse a dar clases particulares a chicas. Lo mejor me sucedió hace un par de años cuando me surgió la oportunidad del programa de radio, ha sido una gran suerte pues además disfruto con la música que yo programo. Ya no necesito sentarme con mi chelo frente a un gran auditorio, pensando que tras alguna esquina esté observándome mi padre para enjuiciar la actuación de esa tarde. La radio me permite el anonimato, y de vez en cuando interpreto alguna pieza que suelo grabar por adelantado, aunque nunca olvido que mi padre tal vez esa noche me escuche, pero el oído nocturno es mucho más disimulado que los ojos a plena luz del día.
Ya no rivalizo con Sergio por el programa de radio, a veces me da su opinión y me aconseja poner algunas piezas, contemporáneas por supuesto, pero no interfiere en nuestras relaciones personales aunque sabe que sólo voy a aceptar una parte de sus propuestas.
Acaso sea demasiado tarde, ya pasó la época del encandilamiento, la de los primeros años de matrimonio, aunque fue, sin embargo, la época de mayor rivalidad profesional, competíamos el uno con el otro, nos criticábamos en los ensayos, el uno le decía al otro los fallos y errores que cometía pero nunca nos decíamos las cosas buenas, excelentes, que había en nuestras interpretaciones. Años después Sergio llegaba cansado a casa y prefería no hacer comentarios sobre el trabajo o se encerraba en el despacho que compartimos y se ponía los auriculares para escuchar música. Llegó un momento que nos enojábamos cuando el otro tenía algún éxito, y poco a poco la música se fue convirtiendo en un obstáculo que nos iba alejando hasta en los afectos y era un estorbo para realizar los objetivos o los anhelos que alguna vez nos planteamos alcanzar de manera conjunta.
Hemos llegado a la conclusión, aunque nunca lo hayamos hablado de manera explícita, que lo mejor es que cada uno disfrute de la música individualmente, a su manera, con las oportunidades que se le presentan en cada momento, yo en la radio y él en los recitales o con la orquesta. Y eso nos ha permitido relajarnos. Águeda me dijo el otro día, con gran énfasis, que eso era un síntoma de sentido común,
- ya eres mayorcita Cecilia, hay que distinguir las fantasías de la realidad.
Entiendo lo que dice mi hermana o tal vez me resisto a entenderlo porque supone renunciar al significado que yo le había adjudicado al amor. Águeda tendrá razón y en algún momento he de sentar esa cabeza a pájaros que tengo, pero me cuesta un disparate desprenderme de las fantasías, de las ilusiones y de los sueños de juventud, como si tuviera que renunciar a algo muy íntimo, algo así como extirparme un ovario. Y si renuncio también a eso, ¿qué quedará de mí? ¿qué puedo transmitirles a mis hijos? ¿qué les voy a aportar? Al fin y al cabo, esas ilusiones recónditas, son tan mías como los proyectos que he puesto en práctica o los planes que he llevado a cabo.
Pero si no existe cierta complicidad con Sergio, algo de chispa, ¿a qué queda reducida nuestra relación? Me horroriza pensar que solo queda el acomodamiento a una realidad monótona y fatigosa. Nuestro padre nos preparó para ser estrellas del arte, princesas de las cuerdas y me había convertido en geniecillo de las ondas.
Cuando le hice este comentario a Águeda me espetó:
- habrás de replantearte tu vida, pensar si te compensa mantener la relación con Sergio o si es posible que te vuelvas a enamorar, que sientas que convivir con él te aporta ilusión, afecto, compañía, sentimientos positivos, no sé hermana, lo que no puedes seguir es enganchada a una ficción que nunca existió salvo en tu mente, una historia irreal, porque convéncete no eres una estrella, eres una locutora, una presentadora con un micro delante de la boca, y para ser princesa tendrás que despertar al príncipe encantado.
No quise contestarle, me callé, pero pensé para mis adentros que si Águeda lo tenía todo tan claro y era tan guapa por qué no le iba un poquito mejor en la vida. La verdad es que me dolió su comentario, sus palabras eran como un bulldozer arrancando mis cimientos, socavando mis pilares de forma salvaje, pero si ella creía que esa era su responsabilidad conmigo como hermana mayor, preferiría que lo hiciera con una pala, despacito y con cariño. Tampoco puedo detenerme una eternidad en lamerme las heridas, el tiempo pasa con rapidez y las heridas no cicatrizadas acaban por convertirse en llagas.
El tráfico había disminuido en las inmediaciones del hospital, levanté mis ojos y miré hacia el reloj grande que presidía la sala de control de la planta, era cerca de la medianoche. Me acerqué de nuevo a la puerta de la UCI, todo estaba en calma y decidí marchar. Era tarde y no tenía sentido ir a casa de mi madre, ya se habrían acostado todas; tomé las llaves del coche y conduje en dirección a mi casa. No era el mejor momento para encontrarme con Sergio, pero estaría dormido cuando llegara.
Me asomé a la habitación de los chicos, dormían con cara apacible, ni se habían movido y la ropa de cama estaba en perfecto orden.
Entré de puntillas en el dormitorio y me acosté vestida para no hacer ruido y Sergio continuó respirando con un leve ronquido sin detectar mi presencia.