Los niños soldado rapean el hiphop
Estábamos a punto de regresar a España, y la prometida entrevista con tres jóvenes cantantes que nos hicieron nada mas tomar tierra en Juba no se materializaba. Estos muchachos presentaban además para nosotros el aliciente de haber sido niños soldado durante la guerra. Volvimos a recordar pesarosos la maldición sobre la dificultad de concertar citas en Sudán y de su posterior celebración. Pero finalmente hubo suerte y justo la última tarde de nuestra estancia en Sudan nos veríamos en un lugar frecuentado por nosotros casi a diario, en el chiringuito junto al Nilo.
Decidimos descansar un poco, pese a que la temperatura rondaba los 40 grados. El sopor después del almuerzo hacía imposible que nos mantuviéramos despiertos bajo la gran carpa del restaurante y Emilio y yo decidimos irnos cada uno a su tienda. Nada más abrir las cremalleras para acceder a la tienda, la sensación fue como la producida al meter la cabeza en un horno, en una sauna seca, donde, pese a estar desnudo, los poros de la piel se abren para segregar el sudor que haga descender la temperatura corporal. Prendí el ventilador de la habitación y tumbado en la cama traté de conciliar el sueño. No habría pasado media hora cuando me desperté soñando que estaba tumbado en el césped a pleno sol de la canícula madrileña, acuciado por la incomodidad de sentirme empapado, pero no sólo estaba mojado de pies a cabeza sino que las dos sábanas y la colchoneta sobre las que me había echado tenían como unos rodales profundos horadados por las ruedas de un camión, que silueteaban mi contorno. La ducha alivió momentáneamente la angustiosa ola de calor. Teníamos que salir a grabar unas tomas generales de la ciudad para luego intercalar en los documentales, menos mal que el todoterreno de Ulrich gozaba de aire acondicionado. Ahora entendíamos la razón de por qué las personas que tenían aire acondicionado en su trabajo permanecían allí hasta bien entrada noche tras la puesta de sol, aunque la carga de trabajo no fuera excesiva. El viaje fue corto pues se habían formado unas nubes con rapidez de forma inusitada y se puso a llover fuerte, a jarrear, y pensamos que quizá fuera osadía andar por aquellos andurriales en esas condiciones.
Decidimos cenar pronto en el comedor del campamento, pero fue imposible acabar de cenar pues el agua caía tirada desde un lado donde nos empapaba; todos nos dirigimos hacia el centro del comedor pero allí no cabía ni una aguja mas. Algunos cooperantes terminaban su periodo de trabajo y tuvieron que interrumpir la celebración con los amigos, pues la cortina de agua que la luz de los focos dejaba traslucir era espesa y los desagües se atoraban por lo que no tardaría en llegar el momento en que nuestras tiendas se inundaran. Afortunadamente el achique fue breve. La lluvia hizo bajar la temperatura y fue su mejor consecuencia pues pareciera que el cuerpo se esponjaba ante una temperatura suave. El fútbol que estaban dando por el televisor concitó muchas miradas y nos quedamos pues uno de los partidos contaba con la selección española. La gente estaba emocionada viendo a los jugadores correteando por el campo de fútbol, cuando de repente se fue la luz, el generador debió de estropearse y se hizo un silencio que permitía escuchar el fuerte chaparrón que estaba cayendo.
Transcurrieron unos cuantos minutos y la luz no llegaba, por lo que empezó la desmovilización del comedor y la gente se fue marchando hacia sus tiendas. Emilio me pidió que le prestara la linterna pues le había dado la suya a Ulrich y llegué a tientas hasta mi tienda. Saqué de la mochila una linterna que se cargaba mediante una dinamo haciendo girar manualmente una palanca, el procedimiento era bastante primitivo, puesto que la dinamo debía de ser pequeña y duraba unos cuantos segundos y había que de nuevo girar la palanca. Llamé a la tienda de Emilio y allí estaba a la luz de una vela que había encontrado en el comedor escribiendo; le pregunté qué rayos escribía en aquellas condiciones penosas y me contestó que escribía un poema. “Pero si siempre cuentas que nunca has escrito poesía ni te encuentras cómodo en ese medio de expresión”, le interpelé. Me replicó que era cierto pero había hecho una apuesta con unos amigos, se iba a presentar a un premio de poesía, el Pablo Neruda, y estaba convencido de ganarlo. No entendía nada pero ese gesto daba a entender una faceta importante de Emilio, su capacidad de trabajo en cualquier parte del mundo, a cualquier hora del día y de la noche, con un tesón enorme y una fuerza de voluntad férrea. Y al final ganó el premio, algo que me parecía imposible.
Al día siguiente nos lo tomaríamos con tranquilidad, pero por la mañana tuvimos la entrevista con Margaret, la responsable del gobierno en materia de desminado. Al acabar Ulrich nos esperaba para llevarnos al chiringuito junto al Nilo. Tuvimos que dar varios rodeos con el todoterreno para sortear algunas lagunas que se habían formado en los badenes. Circunvalamos el cementerio que nos impresionó el primer día, convertido en un lodazal plagado de basura que asomaba por entre el agua y el cieno y las cabras impertérritas seguían triscando las hierbecillas que las aguas habían impulsado a salir. En cierto punto del camino nos encontramos unas chozas paupérrimas y frente a las chozas había piedras de distintos tamaños. Eran los canteros de Juba que trabajaban siguiendo un proceso por fases. En la montaña vivía el grupo de canteros que sacaban las piedras de gran tamaño, y esas piedras se iban fragmentando en distintos barrios a lo largo del camino que va de la montaña al centro de la ciudad. A medida que el barrio de canteros se acercaba a la ciudad, los fragmentos de piedra eran mas pequeños y en el último eslabón del porceso, las chozas del centro disponían de los montones de piedra del tamaño adecuado para luego mezclarse con el cemento y convertirlo en hormigón.
Pasamos por delante del campamento de Ronco donde Harry el desminador pareció olernos y estaba sentado junto a la verja de entrada y continuaba disfrutando de su merecida jubilación. Al llegar al hotel junto al río nos encontramos con un equipo de periodistas holandeses que también andaban haciendo un documental pues el jefe del equipo tenía su propio programa en la televisión holandesa donde pasaba los documentales y las piezas que el equipo elaboraba en sus continuos viajes por el mundo, recogiendo imágenes que dejaban el alma helada mientras las tomaban y que luego lanzaban a través de la pequeña pantalla, tratando de conmover a una audiencia acomodada que, conmovida por la dureza de las imágenes, aportara dinero a las onegés para poder seguir con su trabajo. Nos saludamos con prisa pues teníamos a los jóvenes esperando. Otra espera mas larga en el aeropuerto nos volvería a juntar con tiempo suficiente para intercambiar nuestras aventuras.
El trío de jóvenes estaba preparado y rezumaba sudor bajo un sol abrasador que barruntaba tormenta para el final de la tarde, pues ya llevábamos unos cuantos días con una meteorología semejante preludio de la llegada de las lluvias. Nos aprestamos a hacer los preparativos para filmar, poniendo esmero en la iluminación que era nuestra gran dificultad. El que mas hablaba era John, el solista, que llevaba su tesoro bien agarrado por la mano, sus tres cedés grabados y editados en Kenya. El primero de ellos iba firmado bajo el nombre de ‘Child Soldiers’ (Niños soldado) y los otros dos por sus siglas JKP, pues él se llamaba John Kuduop Par. John lucía en la cabeza unas rastas teñidas de rubio, espigado, alto y extremadamente delgado, más alto que sus otros dos colegas aunque no superaba la altura de los dinkas.
Instalamos la cámara y el micrófono, Emilio decidió grabar con sonido ambiente pensando que en aquel lugar perdido del mundo no tendríamos ruidos, pero una sierra radial asesina, como las que nos asolan a diario en casa, a pocos metros de donde estamos, se hizo presente con un chirriar agudo como cuando el contralto canta en falsete, que se queda clavado en la oreja cual garrapata asquerosa de la que no podemos zafarnos fácilmente. Me acerqué hasta la barra del bar y en efecto una cuadrilla estaba mejorando las instalaciones para preparar una Juba internacional, adaptada a los extranjeros que poco a poco iban arribando por allí para hacer una visita por distintos motivos, periodistas, hombres de negocios, cooperantes, espías,... La cuadrilla de obreros no planteó problema alguno para dejar la sierra mientras hacíamos las entrevistas y les di las gracias por adelantado.
Cuando regresé a la mesa donde estaban los que fueron niños de la guerra, Emilio se peleaba con el aparato de vídeo, con el mando de enfoque y aprestando la adecuada iluminación de esos rostros oscuros, muy oscuros, en un entorno de sol radiante. Por fin todo estaba ya preparado y en ese preciso instante cuando comenzamos a grabar, una lancha motora interrumpió el silencio arreglado con esfuerzo, surcando el Nilo con un señor que transporta unos sacos de cemento. Hubimos de parar de nuevo y unos minutos después volvimos a comenzar.
John procede de un pueblo cercano a Malakal en el estado del Alto Nilo, donde predomina la etnia Nuer. Comienza contando su historia cuando de pequeño, tendría unos nueve años, y estaba un día jugando con sus amigos en su pueblo, vio que se acercaban unos soldados con la intención de hablar con su padre. A resultas de la conversación, su padre le convocó para decirle que se tenía que ir con los soldados y como un niño que era no pensó en ninguna otra cosa, salvo obedecer a su padre. ¿Fue un reclutamiento forzoso? En aquellos momentos no lo reflexionó de esa manera, sino que se trataba de seguir la orden de su padre, algo que un niño no podía contradecir. Pero esa opinión variaría luego con los años.
Se lo llevaron a él y a otros compañeros de su pueblo y en una zona rural comenzaron un primer entrenamiento militar, enseñándoles a desfilar. No tenían comida y algunos pasaban hambre por lo que partieron de aquella región del sur de Sudán para dirigirse a otro campamento en Etiopía, país amigo que había acogido a los militares rebeldes, donde el SPLA estableció su cuartel general. Allí había gente de diferentes edades y comenzaron ya a considerarles como soldados, aunque algunos no podían todavía cargar con un fusil demasiado pesado. Afortunadamente consiguieron comida, ropa y los menos aprendieron a leer. Un año más tarde, según el relato de John, él y la mayoría de sus compañeros del pueblo ya podían cargar con el fusil y por lo tanto luchar, así que comenzaron la instrucción militar propiamente dicha, sobre todo cómo manejar un arma, cómo luchar y cómo defenderse para sobrevivir. Tras seis meses de entrenamiento los enviaron al frente, y les insistían una y otra vez que el arma era como su padre y su madre, era su protectora, “no la dejes nunca, no la abandones, no la pierdas por ningún motivo”, les repetían de forma individualizada, una y otra vez.
Cuando en 1991 estalló un conflicto entre el gobierno de Jartum y el presidente de Etiopía, una vez depuesto Mengistu valedor del SPLA, éste se puso de parte del gobierno del norte y empezaron a tener problemas para permanecer en Etiopía por lo que decidieron regresar a Sudán y se refugiaron en las montañas Nuba. Era la época en la que el SPLA se fragmentó en facciones y los cabecillas de las distintas facciones de la guerrilla mantenían peleas y conflictos creando grandes desencuentros dentro del movimiento de liberación, de manera que la falta de confianza y los recelos entre ellos, e incluso el asesinato de algunos, hizo que la falta de cooperación se propagara hasta los niveles inferiores del ejército. Por otra parte, la división de la guerrilla del sur propició que el ejército de Jartum conquistara y se hiciera fuerte en poblaciones importantes del sur, de manera que nuestros niños fueron llevados de un lado para otro, moviéndose por el territorio sureño hasta llegar a Narus, muy cerca de la frontera con Kenya, un corto recorrido que podía hacerse bien en tres horas conduciendo un vehículo o en dos días caminando pero que a John y sus amigos les llevó bastantes días más.
Así pues, un buen día, John y un grupo de amigos decidieron marcharse, los desencuentros eran tan frecuentes que no se sentían seguros pues soldados de facciones distintas enfrentadas dentro del movimiento, podían matarlos en cualquier momento; nadie sabía si ellos estaban con Garang, o con Machar, con Paulino o con el propio Kerubino, o al menos ellos lo vivían así. Finalmente una noche, era medianoche como John recuerda y repite varias veces, él y tres colegas decidieron desertar, John tenía trece años. Querían llegar a un campo de refugiados en Lokichokio, Kenya, pero en esa travesía tan corta había muerto mucha gente sobre todo durante los últimos años. Se estima que, de cerca de medio millón de personas que trataron de cruzar la frontera por allí, sólo diez mil pudieron llegar a territorio kenyano, pues las diferentes milicias se encargaron de impedirlo.
Para John y sus amigos comenzó una prolongada aventura con final desconocido, pasaban el día escondidos entre la maleza, mimetizados para confundir a las diferentes facciones que patrullaban por la zona y por la noche salían para caminar y de paso si podían, robaban alimentos para comer. Un día de suerte para ellos, John no recordaba el tiempo que les tomó el recorrido, días o semanas, ni si fueron rectos o en zigzag, se toparon con el ejército de Kenya que los detuvo y los desarmó; hubieron de esperar a la mañana siguiente para que el ejército los entregara a la Cruz Roja que les dio medicamentos y comida porque estaban hambrientos y días después la oficina de migraciones les otorgó la tarjeta de refugiados.
Fueron llevados a un campamento de compatriotas refugiados y por aquella época John empezó a cantar, su madre había cantado en el coro de la iglesia y amaba la música y él siempre recordaba a su madre cantando y cuando él cantaba, evocaba su recuerdo. Al tiempo comenzó a ir a la escuela y cuando regresaba al campamento en vacaciones se unió a otros chicos para formar un grupo y cantar. Comenzaron cantando canciones militares, ellos no habían conocido nunca lo que era estar en paz, siempre habían vivido bajo la violencia de la guerra, de manera que todas sus canciones tenían algo que ver con la paz. John había visto morir mucha gente a su lado y les había sobrevivido para cantarlo y evitar que se repitiera la triste historia de su país.
Ha seguido haciendo canciones y la paz siempre está ahí, John piensa que en Sudán es necesaria la paz para estar como otra gente del mundo y si hay gente que en el mundo vive en paz ¿por qué no en su patria?, y eso lo expresaba con convicción y con fuerza, poniendo gran énfasis en sus palabras que le llevaban a entonar una canción. Su primera canción se llamaba “Vivamos juntos”, y el título de su segundo cedé fue “Sudán es nuestro hogar”, títulos lo suficientemente evocadores e ilustrativos como para entender los sentimientos de este muchacho tras la guerra.
John no ha olvidado la guerra, fueron veinte años, prefiere pensar que las cosas son así y que sirve de poco darle muchas vueltas, pero se muestra ansioso porque Sudán abandone definitivamente el estado de guerra, porque necesitan la paz, pues sin paz no hay libertad, y hace un llamamiento a la solidaridad de los negros que han de amarse aunque resulta complicado saber si el color de la piel es una razón suficiente para amarse.
Nunca mas vio a su familia, su madre murió y su padre fue asesinado, su casa quemada, no volvió a sentir el afán por visitar su aldea, o lo que quedara de ella. La memoria de miles de estos chicos ha incorporado un vacío, un agujero negro por donde huyó una parte de su historia que quizá sea mejor que no recuerden en toda su brutalidad, al menos durante algún tiempo que les posibilite ahuyentar tanto rencor, ventilar tanto odio como han taponado dentro de sí para que no se les fuera el alma en ello.
El estilo musical ha ido evolucionando y Charly, otro miembro del trío que está en la conversación, escuchando atento a la historia de John que es parte también de la suya, es el que pone el ritmo de hiphop y los tres entonan una canción que habla de paz, de hermandad, y de no mas guerra, en forma de rap. Prometimos hacer lo que estuviera a nuestro alcance para que sus cedés llegaran a las radios y a los promotores musicales españoles. Sus discos son pobres en instrumentación, la producción deja que desear y los arreglos no son brillantes, pero casi seguro que Emmanuel Jal comenzó así también.
Emmanuel, otro niño soldado sudanés, en septiembre de 2005, grabó en veinticuatro horas un álbum Help: A Day in the Life, en compañía de cantantes famosos que incluían a Radiohead y Coldplay. Se convirtió en el álbum descargado por Internet con mayor éxito de ventas de todos los tiempos. Las ganancias iban destinadas para ayudar a los niños y a las niñas afectados por conflictos violentos en todo el mundo. Todos los músicos que participaron lo hicieron por una buena pero terrible causa que sólo Emmanuel Jal, al igual que nuestro John, comprendía en todos sus extremos; y así pasó de niño soldado a ser la estrella en auge del rap africano.
Otro álbum de Jal, titulado Ceasefire, era un llamamiento a una paz duradera y no una mera demanda de alto el fuego. Estos jóvenes no pueden soportar ya por más tiempo el que la guerra civil, de momento entre paréntesis gracias al acuerdo de paz, vuelva a desgarrarles las heridas todavía sin cicatrizar. Es como si no les quedara sangre por salir. Sudán no puede más. Jal es portavoz conocido y reconocido de campañas importantes como Make Poverty History (haz historia de la pobreza), y de la ‘Coalición para acabar con la utilización de menores soldados’, pero es su música la que le ha llevado a la cima. Para cualquier otro artista joven, aparecer en la serie de conciertos organizados por Bob Geldorf como Live 8, en el 2005, junto a cantantes como Dido, Peter Gabriel, Salif Keita o Youssou N’Dour sería considerado como un sueño y un éxito rotundos, para Emmanuel es uno de los acontecimientos menos dramáticos de su vida hasta el momento.
Mantiene algunos recuerdos dolorosos de la infancia, pero su fecha de nacimiento se ha perdido por el camino y al igual que otros muchos miles de niñas y niños soldado repite la fecha del 1 de enero. Fue llevado a Etiopía a una edad más temprana que la de John, a los siete años donde recibió clases para saber leer y escribir, y un poco de inglés, en una onegé. Después recibió su fusil Kalashnikov AK-47 y lo enviaron a combatir primero en Etiopía y luego en Sudán. Al igual que John y Daniel pocas veces vio la cara de sus enemigos que atacaban a niños y niñas desde los helicópteros y con obuses. “Antes del combate sientes miedo, pero en cuanto comienzas a disparar te viene la fuerza”, comentaba Jal, es la fuerza que da la descarga de adrenalina pero que la muerte siega en el acto. La huida de la guerrilla y la marcha campo a través hasta llegar a la frontera con Kenya se repite otra vez.
Salvo que Jal tuvo la inmensa suerte de encontrarse con una cooperante británica Emma McCune, la esposa del guerrillero Riek Machar, que se fijó en él, lo adoptó y se lo llevó escondido rumbo a una nueva vida en Nairobi. Tres meses mas tarde, como ya hemos dicho, falleció Emma en accidente de tráfico. Pero, para Jal, Nairobi, pese a lo que pudiera pensarse en contrario, resultó ser un lugar aterrador, peor que los lugares bélicos por donde había pasado en su país. Nunca había pisado una gran ciudad, la mayor había sido Juba, y se sintió perdido entre el marasmo y el caos del tráfico de Nairobi. Y se refugió en la religión materna, su madre había practicado primero la religión musulmana pero cuando estalló la guerra se convirtió al catolicismo, y Jal comenzó a frecuentar la iglesia donde se unió al coro para cantar en la misa dominical. Él cuenta que tuvo una visión, utilizar su voz para aliviar su dolor, pero aunque su inspiración quizá fuera divina, Jal eligió expresarse a través de los ritmos terrenos del hip-hop americano. En el 2004 lanzó su primer disco sencillo, Gua, en el que cantaba rap en varios idiomas, árabe (hay que recordar que sigue siendo la lengua oficial de Sudán), inglés, dinka y en su lengua nativa, nuer, y causó un gran impacto en Kenya, estuvo ocho semanas en el primer puesto de la lista de los mas vendidos, el equivalente sudanés de los cuarenta principales y del Top 40 americano. Su mensaje como el de John versaba sobre la paz y la libertad, y soñaba con un día “en que mi gente plantará semillas en su tierra/ en que mi gente será libre en la tierra”.
Un mensaje parecido lanzaba un cantante de características opuestas a primera vista, Abdel Gadir Salim, cantante árabe tradicional, de 58 años, que tocaba el oud (un laúd árabe) y que ha mezclado canciones populares sudanesas con ritmos occidentales. Salim procedía del norte de mayoría musulmana, y su lucha por la libertad fue sangrienta, al resultar herido por un cuchillo de un militante islámico fundamentalista. Y así Salim invitó a Jal a colaborar con él en su disco Ceasefire (cese el fuego), que contenía diez canciones que plantean diversos tipos de conflictos, religiosos, políticos, culturales, de edad,…, y mientras que Salim canta poesía, Jal rapea sobre la base de la percusión del Aiwa, “si tienes amor, tienes la victoria”. Los dos cantantes en una canción conjunta dan la bienvenida a la reciente aunque frágil paz en Sudán como una nueva época.
El paralelismo entre ambos cantantes, entre Jal y John, es manifiesto y sólo queda desearle a John éxito, si no en el lugar que ocupen sus canciones en los diferentes rankings musicales, al menos que las letras memorizadas por los jóvenes ayuden a lograr el arraigo de la paz en su país. Sería un buen final para tan mal principio.