Princesas entre cuerdas (Capítulo VII)
Eugenia y yo regresamos a casa de nuestra madre y por el camino entramos en un súper a comprar tomates y lechuga para una ensalada. Nos metimos en la cocina. Estábamos solas, frente a frente, lo que no ocurría desde bastantes años atrás. Parecía que conservábamos pocas cosas en común y esta opinión pertenece al pequeño grupo de cosas compartidas. Ella tenía el semblante crispado. Sin yo decir nada, empezó a hablar sola,
- Me siento fatal, Cecilia, qué tristeza ver a papá así. Cuando contaba la construcción de la casa del ‘queji’ pensaba que había que reconocer su entusiasmo para afrontar tareas nuevas por difíciles que fueran, y lo importante que llegó a ser la música para él hasta conseguir aprender a tocar el piano de mayor. Le recuerdo tantas veces sentado en aquel orejero forrado con una cretona algo raída, escuchando la música que salía del armatoste de radio y leyendo una revista, creo que se había suscrito a Selecciones del Readers’Digest. Y hablando de música él siempre cuenta que no tenía ni idea de lo que era un fa sostenido hasta que llegó al Teatro Real y es admirable cómo fue forjando la vocación que supo inculcar en nosotras. La pena es que luego todo ese edificio levantado con esfuerzo y trabajo como su chabola en el ‘queji’ se viniera abajo, como si hubiera pasado un huracán o se hubiera producido un corrimiento de tierras, hasta perder el interés por la música. Salvo tú, Cecilia, que fuiste la única que llegaste a tocar en una orquesta.
- No es que haya culminado una carrera boyante, Eugenia, sabes los sacrificios y los años que me exigió el chelo hasta alcanzar un nivel aceptable. No sé si el chelo hubiera sido el instrumento que yo hubiera elegido porque me atraía un instrumento de viento como la flauta, o el oboe, hasta que me compenetré con el chelo, me abracé a él y comencé a sacarle melodías fascinantes, entonces me di cuenta de que si hablaba con él y lo acariciaba con el arco, conseguía unos sonidos bellos. Lo peor sin embargo llegó con la oposición, papá vino con el anuncio de la convocatoria de plazas para la orquesta convencido de que yo sacaría una de ellas. Me perseguía todo el día para escuchar las piezas que preparaba, incluso me acompañaba en ocasiones a clase con mi profesora para escuchar sus recomendaciones y poder seguirlas cuando ella no estaba. Los fines de semana me despertaba casi de madrugada para trabajar y así apenas sin descanso durante cerca de dos años, pues la oposición se retrasó y desconozco los motivos. Sentí que la proximidad del examen suponía mi liberación, pero los días previos fueron tremendos, durmiendo apenas unas horas para llevar las piezas memorizadas y ensayadas a la perfección, mi padre se jugaba mucho en ello, cuando ya todas habíais renunciado a tocar un instrumento.
Quizá puedas imaginártelo conociendo a papá, cuando por fin llegó el día del examen me desinflé, casi palpé el aliento de Cefe sobre mi cogote, el corazón a punto de estallar y de repente presentía que se me paralizaría en cualquier momento, pero no podía fallarle, comencé mi ejecución bien, con momentos brillantes y acertados como luego me reconocieron algunos de los profesores del tribunal, pero hubo otros momentos dominados por la angustia y el nerviosismo de no fallar, en los que me mostraba como una principiante del chelo. En cierto punto me sentí morir, tuve la sensación de que yo tampoco era capaz e iba a acentuar la frustración de papá y la vuestra pues confiabais en que al menos yo salvara la honra fraterna. Terminé todos los ejercicios pero salí convencida de que había suspendido y Cefe también a pesar de que me felicitó y me dijo que había estado magnífica. Menos mal que después pude tocar en la orquesta municipal donde eran menos exigentes y además ni se lo comenté a papá hasta que supe que había aprobado, no sea que volviera a fracasar.
- Sí, renunciaste a muchas cosas para tratar de realizar su voluntad, pero eso te ha servido para poder seguir viviendo cerca de él, aquí, en Madrid. Yo también hice mis pinitos pero de nada me sirvieron. Desde muy pequeña me lancé resuelta a seguirle en sus caminatas, ya que Águeda se negó pronto a acompañarlo, y nunca me quejé del cansancio ni del esfuerzo que me suponía trepar por caminos de cabras o bajar saltando por los riscos que parecía que me iba a romper la crisma para alcanzar el arroyo al que supuestamente teníamos que llegar para beber, en sus palabras, la mejor agua de la sierra madrileña. Aquella fuente, caramba, tenía la mejor agua porque era inalcanzable, no había vacas y es dudoso que las cabras pudieran llegar hasta allí. Cefe caminaba delante en silencio y sólo hablaba cuando nos deteníamos para enjugarnos el sudor o beber un poco de agua fresca. Según él decía ‘la montaña nos habla, pero solo podemos escucharla cuando demostramos que la queremos y para ello hay que atravesar lugares difíciles e ir en silencio, callados, para escuchar los ruidos del bosque, los crujidos de las ramas, el canto de los pájaros. Así, tras una larga caminata estamos preparados para interpretar lo que la montaña nos dice’.
De esa forma aproveché el silencio para prestar atención a los detalles del paisaje por el que transitábamos y pronto aprendí a distinguir los árboles por su silueta o por la disposición de sus hojas y llegué a conocer los arbustos por los colores cambiantes de sus frutos y de sus hojas a lo largo de las estaciones. Cuando miraba al cielo si veía nubes trataba de identificarlas según las formas y la consistencia que tomaban, de manera que al detenernos le daba cuenta precisa de los elementos que componían el paisaje que a él tanto le gustaba, le informaba de las previsiones de tormenta que yo vaticinaba y de las demás cosas que las montañas me hubieran contado. Y entonces Ceferino esbozaba una sonrisa que le apaisaba el rostro alargado y un poco quijotesco que tenía, como si estuviera orgulloso mientras le hacía el relato pormenorizado de todo cuanto veía.
Mis primeros recuerdos del ‘queji’ son confusos pero sobre todo recuerdo los olores, pienso en el ‘queji’ y me llevo instintivamente la mano a la nariz; de un lado los buenos olores a pino, a jara, y a ribera fresca, y de otro lado, los olores asquerosos a entrañas y a panceta. Me acuerdo de que en cuanto terminábamos el cole yo era la que daba la lata a mamá para ponernos en marcha, aunque Marina teniendo en cuenta las resistencias que ponía Águeda demoraba la partida algunos días. Algo parecido sucedía en el otoño con la vuelta a clase, yo era la que nunca quería regresar a Madrid, por mi hubiera vivido allí, incluso durante el invierno con frío y sin las comodidades que teníamos en aquella casa. Fíjate que sigo manteniendo algunos de los amigos y amigas de aquella época y cada vez que vuelvo procuro quedar con ellos. La última vez en octubre le pedí prestado el coche a una amiga y conduje hasta ‘el queji’ solo para darme el gustazo de ver cómo seguía el lugar. No sé si habrás ido hace poco pero han construido algunas casas nuevas, la mayoría de los vencinos han reformado las antiguas e incluso han elevado un piso para ampliarlas pero sigue teniendo la pinta de colonia sin ley, sórdida, a pesar de que el escenario se conserva incomparable. Pasé unas horas caminando para volver a pisar los lugares que Cefe y yo habíamos hollado, recuperando los olores a lavanda y a tomillo, evocando los sonidos de los pájaros, del ruido del agua saltando por entre las piedras mientras el río desciende por la montaña.
- Eugenia, ¿crees que saldrá de esta?, siento que necesitamos algo más de tiempo con papá,
- No sé, pero también a mi se me hace cuesta arriba la idea de perder a un padre al que no quiero sin recuperar al menos algunas de las buenas cosas pasadas, es como beber una tisana sin azúcar pero endulzándola aunque solo sea con unas gotas de sacarina,
- Me ha dicho mamá que ahora vives con una chica, le dije de sopetón,
- sí, se llama Hettie, y estamos pensando en adoptar una niña.
Eugenia salió de la cocina y se dirigió al salón, no parecía que mi pregunta la hubiera molestado, pero daba la impresión de que necesitaba estar sola, se acercó a la ventana, la tarde estaba cayendo aunque desde aquella ventana la vista era escasa, un patio grande, ropa tendida, antenas de televisión y terrazas con fresquera.