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Princesas entre cuerdas (Capítulo IV)

Nos sentamos alrededor de la mesa de comedor de mi madre que sacó una tetera y unas tazas grandes de loza color malva, con flores pintadas, que Eugenia le había traído en algunos de sus viajes desde Londres. Nos mirábamos a la cara contentas, la conversación del hospital había resultado agradable recordando anécdotas de la infancia que nos trasladaban a una época que vivimos juntas, y que añorábamos, al menos yo, con pena. Eugenia, mientras humeaba su taza de manzanilla con tila, le preguntó a Marina cómo había conocido a papá.

- La primera vez que vi a vuestro padre tuve la impresión de que era como una caña, caminaba cimbreándose y parecía que en cualquier momento iba a dar un traspiés para caerse de bruces contra el suelo. Trabajaba en una sombrerería de la calle de la Montera como repartidor y llevaba una pila de cajas de sombreros, las sombrereras, como un malabarista haciendo equilibrios, a veces se escoraba más de la cuenta y al principio de conocernos se me hacía un nudo en la garganta, no fuera a ser que se le desmoronaran  y se le desparramaran los sombreros por el suelo, fuera de las cajas. A pesar de la sensación de fragilidad que transmitía era resistente como un junco, el color de su pelo tiraba a rubio y el de sus ojos, gris claro.
Llevaba las camisas mal abrochadas de manera que le sobraba un botón o un ojal, y los pantalones daban la impresión de que en cualquier momento podían desprendérsele y caer al suelo.
Yo trabajaba de costurera en una buena casa de la calle del Prado. Fijaros que la fachada del edificio estaba adornada por dos grandes figuras de titanes estucadas en blanco que sostenían y flanqueaban una balconada colgada sobre el piso principal del edificio. Todavía recuerdo el olor de la madera del amplio portal de dos hojas, olía a madera noble que la portera se encargaba de encerar con una frecuencia inusitada frotando tan fuerte que daba la impresión de que iba a desgastar la caoba. Las hojas de las puertas tenían labrados unos bajorrelieves que representaban a unas diosas bailando seguidas por una comitiva de músicos con instrumentos primitivos.
La señora para la que cosía estaba casada con un hombre influyente del régimen, y asistía a frecuentes fiestas para las que estrenaba sombrero. La sala de costura estaba distante de la puerta de la vivienda aunque podía verse quién entraba o salía por ella, pero la primera vez que conocí a vuestro padre no le pude prestar demasiada atención y un día que no estaba la señora salí a buscar un sombrero que traía Cefe en una caja grande como una bombonera gigante, atada con un lazo precioso, ancho, de seda y de color rosa brillante. Le miré de cerca y pese a lo desmañado de su porte resultaba atractivo, con encanto, al menos así me lo parecía. Se mostraba dicharachero, se daba ínfulas de hombre de mundo y sus ocurrencias me hacían reír y amenizaban algunos ratos de entre tantas horas de costura como echaba que me dolía la mano y la columna de la posición tan inclinada, casi agachada, que me veía obligada a adoptar.
Un día me invitó a salir y mis padres me obligaron a que nos acompañara mi hermano pequeño, el tío Marcos. Vivíamos en la calle Dulcinea, junto a la glorieta de Cuatro Caminos, donde nací y mis movimientos por la ciudad se limitaban al recorrido que hacía casi a diario entre mi barrio y el de la casa donde cosía. Mis padres regentaban un cajón de encurtidos en el mercado de Maravillas, en realidad era un puesto pero la denominación oficial del ayuntamiento era la de cajón. Nuestro mundo giraba en torno a las calles cercanas a la glorieta. Desde pequeños nos aficionamos a las aceitunas que traía mi padre del mercado, al mayor, al tío Pedro, le gustaban las verdes con sabor a manzanilla, a Marcos las de Campo Real y mis favoritas eran las negras adobadas; además éramos la envidia del colegio porque para el almuerzo llevábamos cacahuetes, patatas fritas y hasta bocadillos de boquerones y anchoas. Yo, que era la mayor de mis hermanos, pronto empecé a ayudar a mi padre en el puesto por la tarde al salir del colegio mientras mi madre cuidaba en casa de mis dos hermanos pequeños. Mi padre, no obstante, insistió para que yo estudiara y  asistí a un curso de confección en una academia en la misma glorieta de Cuatro Caminos. Y ese curso me abrió la puerta para trabajar como costurera en casas acomodadas.
Nuestra primera salida fue a El Retiro, lo recuerdo como si fuera hoy, se acercaba la primavera y los árboles estaban echando las nuevas hojas. Para satisfacer a Marcos subimos al vapor que daba la vuelta al estanque, teníamos la impresión de que aquel viaje era una excursión larga donde podían verse distintas estatuas y monumentos, mientras los pequeños se entretenían metiendo la mano en las aguas fangosas de la alberca donde unas veces agarraban juncos y otras envases o porquerías que algunos desaprensivos habían arrojado. Luego nos apostamos ante el barquillero para girar la rueda esperando que nos tocaran muchos barquillos por ronda. Marcos estaba encantado y Cefe le compró un globo que le ató con un nudo a la muñeca y que no soltó hasta el regreso a casa. Mis padres nada más llegar interrogaron a Marcos que pletórico afirmó que vuestro padre era un tipo estupendo y que le había enseñado hasta los últimos recovecos del parque.
En las siguientes salidas, Cefe, que se había hecho con una guía de la capital se propuso recorrer los distintos parques de Madrid, de Rosales a la Fuente del Berro, de San Antonio al Parque del Oeste. El cine nos salía caro y teníamos que pagar encima la entrada de Marcos, por eso aprovechábamos la sesión continua y veíamos dos películas y el nodo, mi madre nos preparaba la merienda y pasábamos toda la tarde en el cine; buscábamos películas oscuras, a ser posible de vaqueros, para que Marcos absorto en la pantalla no advirtiera cuando papá y yo hacíamos manitas.
Poco a poco mis padres fueron relajando la guardia lo que nos permitía ser un poco más atrevidos. Marcos empezó a salir con sus amigos del colegio y se negó a acompañarnos, y una tarde, ya había caído la noche porque era invierno, Cefe en el portal de mi casa me besó. No penséis que hasta entonces no nos habíamos besado, por supuesto que si, pero sólo en las mejillas.
- ¡Qué tonta eres mamá!, dijo Águeda, te estás poniendo colorada de vergüenza, no pasa nada, lo entendemos
- Os lo cuento para que veáis que Cefe era también tierno y cariñoso. Fue tan hermoso aquel momento, algo distinto a lo que hasta entonces yo había experimentado, sentí sus labios cerca de los míos, que se acercaban despacio y no sé lo que hubiera pasado si no hubiera salido al portal doña Remedios, la que vivía en el bajo. Aquella mujer recibía hombres todas las noches en una vivienda que era un cuchitril y se montaban unos escándalos monumentales debajo de la escalera, se conoce que ella no quería abrir la puerta a ciertos individuos violentos o desagradables, aunque la mayoría de los que la frecuentaban tenían una pinta poco recomendable. Doña Remedios nos saludó y no tuve que pedirle que no le dijera nada a mi madre porque ella no se hablaba con los vecinos o mejor eran los vecinos los que no se hablaban con ella. La habían amenazado con llamar a la policía si no cesaba el alboroto diario, y por lo tanto tampoco hubiera dicho nada porque dos tortolitos se hicieran arrumacos en el zaguán, escondidos bajo la escalera.
Recién cumplidos los veinte años, al llegar el verano, vuestro padre me invitó a pasar el fin de semana en la sierra, se agenció un par de sacos de dormir pues la condición de acampar al raso facilitó que mi madre diera el permiso y convenciera a mi padre de que la virginidad de su hija se mantendría a buen recaudo. El sábado por la tarde, una vez que Cefe terminó su trabajo, nos dirigimos a la estación para tomar el tren a Cercedilla.
Ya había dejado la sombrerería porque no le veía futuro a ese negocio en Madrid, pese a que en las películas americanas las señoras de Nueva York siempre iban con sombrero, sin contar con aquellas pamelas enormes que compraban para lucirse en las bodas. Así un amigo le habló de una agencia de viajes en la calle Serrano que necesitaba un ayudante, y al día siguiente de hablar con el dueño ya estaba repartiendo billetes de tren y de avión. Como según el director de la agencia era despierto, esas fueron las palabras exactas que él empleó, por las tardes en los huecos libres que tenía aprendió a archivar los pedidos y a manejar la centralita telefónica. Si os contara él la historia es probable que os dijera que contrataba viajes, emitía los billetes de Iberia o de Renfe y hacía una cosa que nunca he sabido lo que era pese a las veces que trató de explicármelo y la llamaba forfait, ya sabéis como era vuestro padre.
Nos bajamos del tren en Cercedilla, yo llevaba en una bolsa de deporte la comida y Cefe una mochila con los dos sacos que colgaban de cada extremo. Nos echamos a andar, él decía que era hombre de monte, quizá fuera por la pinta de lagartija lustrosa que tenía, pero a mi me gustaba sobre todo la ciudad, pasear por las calles, mirar los escaparates de las tiendas, en invierno comprar cartuchos de castañas asadas y en verano polos de vainilla. Así pues, caminamos primero despacio para calentar, según papá, y luego apresuramos el paso, aunque yo no podía seguir las zancadas tan largas como las suyas, de manera que iba por detrás y a cada poco tenía que dar un salto o una carrerita para recuperar terreno y colocarme a su nivel. He de reconocer que el paisaje era bonito, las dehesas todavía estaban verdes aunque tirando a pardas, y las vacas pastando con esos ojos negros y grandes, tristes y mansas, como si nada interesante hubiera a su alrededor más que engullir hierba o espantar moscas con el rabo.
Al alcanzar una antigua calzada romana el sol iniciaba un descenso pronunciado tomando unos colores que nunca antes había advertido, amarilleando primero el color de las rocas para luego enrojecerlas y por último, a la postura del sol, se volvían de color púrpura. Una vez arriba, desde la encrucijada del puerto, Cefe me señaló algunas de las cumbres más conocidas de la sierra, una era un cono casi perfecto, El Montón de Trigo, otra parecía la silueta de una figura yacente, La Mujer Muerta, aunque había que tener mucha imaginación para ver en esas cimas un contorno de mujer. A la derecha podían verse varios picachos, Los Siete Picos, yo no contaba siete pero si así la habían bautizado era porque los habría, pero no lo descubrí hasta la mañana siguiente. Las estrellas y los luceros empezaron a brillar en el cielo y Cefe buscó una hondonada, que nos resguardara del relente de la madrugada, para tender los sacos de dormir.
Tomamos de cena unos bocadillos que yo llevaba en la bolsa y charlamos largo rato recordando los buenos momentos desde que nos conocimos. Coincidíamos en gustos, nos reíamos con idénticas anécdotas, teníamos una idea parecida sobre el futuro y sobre cómo nos gustaría vivir la vida. El firmamento estaba cuajado de estrellas, no cabían más, como los atestados vagones del metro en la puerta del Sol a las ocho de la mañana, incluso daba la impresión de que se empujaban unas a otras para poder mostrarse en aquel escenario abarrotado donde la incorporación de una nueva estrella implicaba que otras se cayeran. No teníamos ganas de dormir, tu padre estaba entusiasmado charlando sobre las maravillas de la sierra madrileña. Yo me sentía a gusto pero sin dejar de pensar en los posibles bichos del campo que me daban y me siguen dando pánico, las cucarachas me hacían vomitar, las arañas las prefería muertas y no digo nada de otros animalitos por muy encantadores que parecieran como los ratoncillos de campo. Me metí en el saco con el miedo en el cuerpo imaginando que de aquellos montes saldrían miles de alimañas que me perturbarían el sueño; ya sé que es una estupidez pero no puedo evitarlo y cuando tu padre me tomó de la mano me sentí protegida. No os voy a contar lo que pasó porque eso pertenece a nuestra intimidad pero Cefe se acabó metiendo en mi saco y de aquella bonita noche naciste tú Águeda.

Águeda al sentirse aludida dio un quiebro rápido al relato de Marina:
- ¿y como viviste tú la historia del ‘queji’?
- Ya os he dicho antes que me siento una persona de ciudad, aunque el campo me gustaba y disfruté una enormidad de la excursión con Cefe. Pero una cosa era salir de excursión un fin de semana a la sierra y otra al campamento de gitanos que parecía ‘el queji’ la primera vez que tu padre me llevó.
Mis padres habían insistido varias veces en que fuéramos al apartamento que ellos alquilaban en septiembre, pues era más barato que en pleno verano, en la costa cerca de Valencia. Pero, para él, oír hablar de Cullera y era como si le brotara una urticaria por todo el cuerpo. No volví a intentarlo.
Los años de la tienda de campaña fueron horrorosos, las tiendas apiñadas sin orden ni concierto, carecían de intimidad, te enterabas de las broncas de la gente y no sólo la de la tienda de al lado pues algunos se ponían a chillar y aunque estuvieran a cien metros los oías;  los olores de la comida eran repugnantes sobre todo cuando se ponían a freír sardinas, gallinejas o entresijos, los hombres se juntaban para jugar a las cartas y estaban hasta las tantas diciendo groserías y contándose chistes verdes, y algunas mujeres se ponían a gritar cuando, como decís vosotras, estaban follando que parecía que las estaban matando y por la noche, los ronquidos atronaban el prado y perdonadme la cochinada, pero se oían hasta los eructos y los cuescos.
Todas las mañanas las mujeres bajábamos al río, y sobre unas lajas hacíamos la colada de los pequeños pues Águeda estaba casi recién nacida; poníamos a orear la ropa lavada sobre un prado mientras los niños jugaban junto a la orilla y cuando subíamos al mediodía la ropa ya casi se había secado. Para hacer las necesidades había solo un váter que nos dejaba usar Aurelio el del colmado. El agua para beber se acarreaba desde el río a base de garrafas que luego se cloraban para evitar infecciones. La compra había que hacerla en el pueblo o esperar a que llegaran los camiones que venían con alimentos; para guisar usábamos una cocinilla de gas donde tardabas una hora para hacer unas patatas cocidas. Y mejor no os cuento si alguien se ponía enfermo durante la semana porque en la práctica estábamos incomunicados sin coches, con un autobús de línea a primera hora de la mañana, y sólo disponíamos de un botiquín exiguo que manejaba el guarda.
Luego tu padre se gastó los pocos ahorros que teníamos y cuando parecía que podíamos sacar la cabeza del agujero, se le ocurrió destinar el dinero que recibió por la venta del prado del abuelo a la compra de un terreno y al chamizo que construyó encima. Era una mejora comparada con la tienda de campaña, y aportaba un poco de la intimidad que yo ansiaba, pero a medida que nacíais la caseta aquella se quedaba pequeña y hubieron de transcurrir varios años hasta que  tuvimos electricidad  y se canalizó el agua para poder ser usada en las casas. El ‘queji’ es un bonito paraje pero he pasado tantos años de inclemencias y aprietos que cuando dejasteis de ir vosotras disminuí progresivamente la frecuencia hasta que finalmente desistí hace ya unos cuantos años; de modo que no he vuelto ni quiero hacerlo. Y si tengo en cuenta las monsergas de vuestro padre prometiendo que os educaríais sanas en contacto con la naturaleza, todavía peor, y no quiero hablar estando Cefe en el estado en que se encuentra.

La tetera se había vaciado, y mi madre parecía angustiarse en exceso mientras mi padre se debatía entre la vida y la muerte; a mí me dolía la historia familiar. Cefe había sido un personaje peculiar que acabó discutiendo con todo el mundo, menos con mis hermanas con las que llevaba peleado muchos años. Y yo no lo entendía:
- le he dado muchas vueltas a cómo ha sido papá y a cómo se ha portado con nosotras, mamá, pero no comprendo algo que empezó como una película de amor para luego convertirse en una pesadilla para no dormir,
- Cecilia, esa pregunta me la he hecho yo sobre todo durante los últimos años y no he logrado una explicación convincente, tengo quizá respuestas parciales pero soy incapaz de casar las piezas del rompecabezas. Vuestro padre os quería mucho, yo diría que con locura, pero a su manera.
Desde la excursión a la sierra empezó a hablar de la boda y en cuanto yo alcanzara la mayoría de edad, nos casaríamos. Él vivía en casa de su tía Carmela, y la situación en aquella casa empeoraba por días, pues el marido de su tía era un chulo que la amenazaba constantemente con el brazo en alto. Así pues, cuando salíamos de paseo íbamos a mirar pisos que se alquilaban por la zona donde yo vivía y nos recorrimos varias veces la ruta hacia arriba de Cuatro Caminos a Tetuán y hacia abajo hasta Bilbao y las calles aledañas, pero los pisos que nos gustaban eran tan caros que no los podíamos pagar teniendo en cuenta el sueldo de tu padre y lo que yo ganaba con las horas de costura que echaba.
Un día Cefe llegó exultante a nuestro paseo vespertino pues un compañero de la agencia de viajes le había informado de que pedían acomodadores para el Teatro Real y él ni corto ni perezoso se presentó a las oposiciones. Habló en la academia en la que había estudiado contabilidad y mecanografía para ver si le podían echar una mano con los temas a preparar, había olvidado muchas de las cosas que estudió en el seminario, pero solo tenía que refrescarlas para sacarlas del archivo de su memoria y escribirlas sobre un papel.
Durante dos meses prácticamente no nos vimos, pues se encerraba en los ratos libres a cal y canto y hablábamos por teléfono cuando me llamaba desde la agencia, así que yo estaba deseando que llegara ya el día del examen. Llegó al fin el ansiado día y me acerqué a la salida para esperarle, estuve aguardando en la plaza de la Opera casi dos horas, no salía y ya comenzaba a preocuparme. Pero no, no había nada que temer, media hora después apareció en la puerta del edificio casi dando saltos de contento, “una plaza es mía, Marina, ya podemos pasar por la vicaría”, su convicción no arrojaba sombras de duda de manera que me contagió su alegría y su optimismo.
Las notas tardaron semanas en salir y un día me llamó nervioso para que le acompañara, “me han dicho que ya han sacado las listas y quiero ver mi nombre en letras de imprenta”. Nada más llegar al Teatro Real se dirigió al tablón de anuncios y enseguida encontró su nombre,

- lo ves, Marina, me dijo, aquí lo pone, Ceferino Muro Laorden, admitido. Tu novio ha adquirido la condición de funcionario del Estado, algo de  lo que no puede presumir todo el mundo, sino solo algunos privilegiados que disponemos de un trabajo de por vida.  

A partir de aquella fecha todos los días, sin faltar ninguno, iba a la administración del teatro para preguntar por la fecha de incorporación. Habló con el director de la agencia de viajes para ver si podía echar unas horas cuando no tuviera trabajo en el Real y le pareció de perlas.
Por fin llegó el día en que le llamaron para pasarse por la sastrería La Moderna, en la Costanilla de los Ángeles, a probarse el uniforme. Me pidió que fuera con él, no cabía de gozo, parecía un niño, y se puso un poco pesado con tanto bombo y tantas ínfulas, se veía como un mariscal de alto rango. Pero ninguna talla le venía bien, sus hombros estrechos y sus piernas larguiruchas dificultaban el ajuste de la talla por más que sacaba pecho para llenar la chaqueta.
Cuando vio las chorreras doradas y los galones de las bocamangas quedó fascinado y el emblema bordado del Teatro Real, una T y una R sobre la pechera, le daba unos aires de grandeza que nunca antes imaginó. Se miraba ante un espejo de cuerpo entero que le acercó el sastre y no se reconocía, trató de averiguar si el uniforme llevaba gorra pero no se inmutó cuando le contestaron con un no por lo bien servido que se encontraba con aquella magnífica librea.
De todas maneras una vez en casa tuve que arreglarle aquel uniforme deslavazado pues en la sastrería no le habían tomado la medida a su tipo y le hice un apaño cortando de aquí y sacando de allá. Yo creo que los dos primeros años en el Real fueron los mejores momentos de su vida, cuando descubrió la música y pensó que había llegado a la mayor felicidad a la que podía aspirar, después solo quedaba Dios y no lo digo porque vuestro padre haya estado yendo a misa hasta hace unos días pero recuerdo que en ‘el queji’ era fiel aliado del cura y los sábados por la tarde reclutaba gente de entre sus amigos para que acudieran a la misa.
Mis padres tardaron en saber que estaba embarazada, ni mi madre lo notó hasta el quinto mes, y enseguida nos llamaron a capítulo para instarnos a que nos casáramos. Vuestro padre no puso reparos sino que tomó la iniciativa e hizo un recuento pormenorizado de los pisos que habíamos visitado por la zona, añadiendo que una vez conseguida la plaza de acomodador estaba en condiciones de asegurar la crianza de los hijos que Dios o la naturaleza tuvieran a bien enviarle. Yo por mi parte apunté la posibilidad de trabajar cosiendo en casa para una empresa de confección de unos grandes almacenes mientras cuidaba de mi niño o niña, pues todavía no sabíamos lo que vendría. Nos casamos en la iglesia de San Antonio donde estábamos bautizados los tres hermanos y donde de pequeños los abuelos nos llevaban a misa. Mirad, todavía tengo las fotos en ese álbum de tela, el del almendro pintado en la portada, y podéis comprobar por vosotras mismas si vestida de novia  advertís que estaba embarazada ya casi de seis meses. Mi madre me ayudó a componer el vestido con una tela que compró en una tienda de la calle Fuencarral.
No hubo demasiados invitados si no recuerdo mal pues por parte de Cefe sus padres no vinieron al estar enfermo el abuelo Anselmo. La ceremonia fue muy emotiva y mi madre que conocía a los frailes consiguió que uno de ellos tocara el órgano durante toda la ceremonia y a la salida la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Al finalizar tras las fotos de rigor nos dirigimos a unos salones muy populares en la calle Almansa donde se celebró una comida que pagó mi padre. En cuanto al piso nos decidimos por el de la calle Viriato donde vosotras nacisteis, entonces había frente por frente del edificio una lechería con la vaquería dentro y despachaban leche fresca que cada mañana ordeñaban y en la esquina con Cardenal Cisneros había un café donde freían churros también a diario que papá compraba para el desayuno de los domingos. Nació Águeda, y todos dijeron que aquella niña se parecía a mí, tenías el pelo oscuro, morena de piel y unos ojos claros que contrastaban con tu rostro aceitunado; las abuelas estimaron que eras más guapa que tu madre y nadie abrió la boca para contradecirlas.
Durante los primeros meses de Águeda, Cefe procuraba regresar temprano a diario si no había concierto y nos íbamos los tres al parque del Canal de Isabel II y mientras tu jugabas nosotros tomábamos una horchata deliciosa en una de las terrazas desplegadas sobre el parque. Enseguida surgió la idea de pasar el verano en ‘El Quejigal’ y ese fue otro aliciente añadido a su vida. Aunque nuestra economía era modesta no faltaba nada importante, nos queríamos y teníamos una niña preciosa.
Sin embargo, la muerte de Anselmo, fue un golpe duro, lo vivió como un mazazo que le desgajó por dentro y en mi opinión allí arrancó de forma suave su declive, al principio no lo percibimos, he de reconocer que yo tampoco, pues tenía mucha faena de costura y aunque Águeda se crió bien y mi madre me echaba una mano a diario, no tenía tiempo ni para respirar. Pero nunca entendí por qué le había afectado de aquella manera la muerte del abuelo, era como si se sintiera culpable, alguna vez traté de preguntarle, pero siempre omitía la cuestión y llegó un momento en que dejé de insistir.

Mi segundo embarazo llegó pronto, antes de que vuestro padre se hubiera recuperado y la música tampoco fue el bálsamo que pudiera cauterizar todas las heridas. No lo llevó bien, hablamos de que nos gustaría que fuera un varón pero nos encomendamos al cielo para aceptar lo que viniera. Ignoro si la causa oculta fue la actitud de Cefe pero aquel embarazo lo llevé fatal, tuve náuseas y vómitos hasta cerca del alumbramiento y llegada la hora del parto la comadrona me anunció que el niño venía de nalgas por lo que el tocólogo hubo de esforzarse para girar al bebé y facilitar su salida. Otra niña, Eugenia, y una vez llegada lloraste con tal rabia como si quisieras mostrar no solo la fortaleza de tus pulmones sino sobre todo la firmeza de tu carácter.
Cefe se empeñó en convencerme de que tu nombre era muy apropiado, pues, según recordaba del seminario, Eugenia quería decir la bien nacida y pese a los malos augurios que presagiaban una salida traumática ahí estabas sana y salva, y así te cristianamos. Parecías la estampa de tu padre de manera que eso le agradó.
Eugenia se mostró contrariada por aquellas palabras:
 - No creo que el parecido fuera para tanto, y ser un calco de mi padre no es como para sentirme ufana.
- No lo malinterpretes, Eugenia, estamos hablando de las primeras sensaciones que tuvimos de recién nacida, luego al crecer  engordaste un poco y te convertiste en una niña encantadora que a todo el mundo agradaba con esos ojos llenos de inteligencia que te hacían aparecer como una personita mayor empleando frases sentenciosas.        

Mi madre daba muestras de cansancio y cuando eso sucedía las ojeras eran como fosas que descendían casi hasta las mejillas por lo que sugerí que dejáramos la conversación para continuar al día siguiente. Eugenia y Violeta imitaron a mi madre y Águeda y yo, nos quedamos en el salón, sin hablar. La situación se volvió incómoda, pasados varios minutos y Águeda que había estado todo el tiempo sin fumar, porque había decidido dejarlo, sugirió que nos fumáramos un cigarrito a medias y yo, que casi nunca fumaba, asentí.

- ¿me preguntas que cómo me encuentro? no lo sé, hace tiempo que no me planteo ese tipo de cuestiones, Cecilia, aunque ahora te confieso que me siento mal. De repente me he encontrado enfrentada a algo que por fortuna había olvidado hace años y el infarto de nuestro padre me obliga de nuevo a revisar o repasar mi pasado y me resisto a ello. Hay algo dentro de mí que me tiene bloqueada y esa pregunta rutinaria que me haces ahora, me disgusta.  Dejémoslo estar.                                                 

Águeda se marchó dejándome casi con la boca abierta, apagó el cigarrillo a la mitad y se metió en el cuarto de baño.