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Princesas entre cuerdas (Capítulo IX)

La mañana era fresca pese a que el verano estaba recién comenzado. Menos mal que tenía una rebeca en el coche. Nos presentamos temprano en el hospital porque los médicos le habían dicho a mi madre que lo más probable es que operaran a mi padre hoy que estaba la plantilla al pleno y quedaría un quirófano libre por la tarde. Había que comprobar cómo estaba Cefe de ánimos, en cualquier caso era bueno tirarle de la lengua pues así se distraía y dejaba de pensar, no sólo él, nosotras también.

Después del intercambio habitual de frases de buenos días, cómo te encuentras, qué tal andas y cosas por el estilo, me metí en harina:

- a ver Cefe, le dije, mamá nos ha hablado de cuando entraste en el Real pero tú poco nos has contado sobre cómo fue tu encuentro con la música; ya sé que no te he preguntado si tienes ganas de hablar pero así haremos llevadera la espera, salvo que prefieras ver la tele,

- No, no quiero ver la basura que dan por la televisión. Ya sé lo que vosotras y yo esperamos en este hospital, pero prefiero hablar a jugar a las cartas o dormitar hasta que llegue la dama con la guadaña. Bien, seguiré dando la tabarra, pero si me repito algo que ya os ha contado Marina me cortáis.

¿Os ha hablado vuestra madre de aquel lujo de uniforme que me dieron?  Veo con claridad como si estuviera en un cine con pantalla grande, enorme, de las de cinemascope, la película de mi estreno en el trabajo. Fui el primero en llegar y me presenté al jefe de acomodadores, revisó el uniforme que Marina me había adaptado a la perfección, yo era el más alto del equipo de acomodadores en el que sobresalía cuando estábamos todos juntos.

Nos llevaron a los nuevos que acabábamos de ingresar, cinco en total, a una sala para explicarnos cuál era nuestro cometido. Sobre la pizarra había un diagrama del edificio donde podían verse las distintas plantas del Teatro Real, con el aforo de cada planta, las puertas de acceso a la sala de conciertos y las salidas de emergencia. Debíamos memorizar las actuaciones en situaciones perentorias, de manera que no tuviéramos que pensarlo dos veces sino que nos saliera de forma automática, como si fuéramos robots pero claro inteligentes, con cabeza, para actuar ante situaciones imprevistas, qué hacer en caso de incendio o de una alarma que se dispara, cómo obrar si se iba la luz en la sala o si alguna persona del público se ponía de repente enferma en medio de la representación. Entonces me di cuenta de la responsabilidad que teníamos no tanto cuando las actuaciones funcionaban bien sino en las excepciones, éramos como los bomberos o el personal de primeros auxilios antes de que llegaran los profesionales expertos.

La primera misión que me adjudicaron fue la de manejar el ascensor del público pero antes de ir cada uno a su puesto el jefe nos dijo que haríamos la ruta pero ahora por el teatro de verdad, no ante un croquis, para memorizar las puertas, las salidas de emergencia y las alarmas.

Cuando entramos en la sala por el patio de butacas me quedé pasmado, como quien ve visiones, nunca antes había visto tanto terciopelo de color rojo como el de las cerezas recién cogidas, aunque más adelante descubriría que los brillos procedían de la decrepitud de la tela ajada. Las lámparas debían de ser de cristal bueno, aunque yo no entendía de cristales, pero no me cabía en la cabeza que en el Real no fuera de calidad, dirigí la mirada hacia el techo y casi me caigo hacia atrás al ver la impresionante araña que cubría la bóveda central, una lámpara de tamaño gigantesco que para limpiarla había que bajarla con un sistema de cuerdas que terminaban en unas poleas para facilitar su movimiento suave de manera que los miles de piezas no se quebraran.

Nos dirigimos hacia los ascensores, eran de bronce y el interior de la cabina estaba recubierto de espejos que producían un efecto amplificador de un volumen en realidad pequeño. Manejar aquellos ascensores no era el mejor oficio de los que podían desempeñarse allí, quizá por eso solía quedar para los novatos, aunque los acomodadores más antiguos a los que no les gustaba o les cansaba la música preferían a veces esa tarea o cortar las entradas en las puertas de acceso al teatro para luego quedarse charlando durante el concierto.

Al terminar mi primera jornada Marina me esperaba junto a la puerta principal alfombrada de rojo para dar un paseo por la Plaza de Oriente y al anochecer tomamos el metro en Ópera. Al entrar en el vagón percibí que los ojos de toda aquella gente se colgaban de mi uniforme, lo que hizo sentirme la persona más importante de aquel tren. Fuimos a casa de los abuelos para que me vieran y ellos también quedaron impresionados, yo insistí en que me observaran con detalle y tomaran en consideración el buen partido que su hija había hecho casándose conmigo.

Unas semanas después sucedió el acontecimiento mas importante en mi trabajo como acomodador, la primera vez que entré en la sala grande de conciertos y permanecí dentro durante toda la representación, cuando un compañero avisó que estaba enfermo y el jefe me pidió que  acomodara al público. Lo primero que hice fue dirigirme al mazo de programas de mano situados detrás de una puerta y que se distribuían gratis entre los asistentes justo en el momento de acomodarlos en su butaca lo que para nosotros era una manera de conseguir la propina que luego metíamos en un bote compartido a repartir entre todos al final de la temporada.

De repente las luces se amortiguaron y la gran araña central se apagó, la gente bajó el volumen de sus conversaciones, miré al escenario que ya estaba ocupado en su totalidad por los profesores de la orquesta sentados sobre las sillas como en una formación, ante los atriles y cada uno con el instrumento agarrado de forma semejante a como los soldados agarraban su fusil en la mili o al menos eso me pareció a mi. El público comenzó a aplaudir cuando salió el que supuse que era el director que se dirigió al podio con la batuta en la mano y a otro músico que llevaba una flauta. Yo conocía grosso modo los instrumentos principales que nos había enseñado el jefe, pero me resultaba difícil distinguirlos en la realidad. El silencio se cortaba en la sala, escuché algunos carraspeos de garganta y las toses cuando el director tenía las manos alzadas y juntas asiendo la batuta, señal de que el concierto comenzaba ya.

Me situé a un lado de una de las puertas de acceso junto a la cortina, tratando de pasar desapercibido para no molestar a los asistentes que había a mi alrededor. El sonido agudo de la flauta parecía imitar el canto de un pájaro como los que escuchaba en mis caminatas por la sierra con vosotras, luego me distraía algunos minutos y me acordaba de las cosas buenas que me habían sucedido en la vida, y allí estaba la imagen de Marina tan guapa y cariñosa como era, y me percataba de que había encontrado una mujer que no merecía. De ahí saltaba a pensar en mi pueblo, en el esfuerzo de mis padres porque sus hijos medraran, pero sin apenas dinero para criarnos. En esos pensamientos estaba cuando el público se lanzó a aplaudir entusiasmado y en particular al intérprete de flauta que hubo de salir varias veces a saludar al proscenio.

Descorrí las cortinas y abrí las dos hojas de la puerta para facilitar la salida del público al descanso. El concierto de la segunda parte fue maravilloso, sentía que iba volando por las campos llenos de flores, atravesando bosques primero en primavera floridos, luego en otoño con hojas de muchos colores, rojas, marrones y amarillas, e imaginaba un paisaje con nubes en forma de remolinos que después se concentraban en núcleos oscuros para disiparse cuando el sol hacía su aparición fugaz. Aquellas sensaciones eran tan intensas que no se parecían a nada que yo hubiera conocido antes y sin moverme del asiento era capaz de recorrer lugares nunca hollados como en nuestra sierra, y de apreciar una gama de sensaciones nuevas como coloreadas, que en mi caso iban de la melancolía a la sonrisa, o de la suave tristeza a una honda satisfacción. Era como si pudiera estar al tiempo con mi familia en el pueblo y con mi mujer y mis hijas.

Me enorgullecía de trabajar en aquel edificio tan prestigioso por el que habían pasado personajes tan ilustres. No pude resistir la curiosidad como una comezón interior y tomé uno de los programas que habían quedado desperdigados por el suelo, y así fue como se presentaron en mi vida Mozart y Beethoven. Sobre el podio el director movía las manos y todo el cuerpo oscilando en todas direcciones como recorriendo la rosa de los vientos, la batuta que llevaba parecía un láser que leía la partitura y con su cuerpo, sobre todo con las manos y los gestos de la cara, marcaba la entonación, los énfasis, y los sonidos suaves, apenas perceptibles. Los músicos concentrados en sus instrumentos, de reojo miraban atentamente a los gestos del director sin perderse ninguno para entrar al unísono sin el mínimo retardo, tocar con fuerza y rapidez cuando él se lo pedía o, por el contrario, conteniendo su respiración para que los instrumentos sonaran casi como un suspiro.

El estruendo de los aplausos me trajo de nuevo a la realidad, el público enfervorizado obligaba a que el director saliera una y otra vez a saludar y éste señalaba a los solistas que habían tenido un papel predominante como reconocimiento a su labor. Esperé a que saliera el público de la sala para ir plegando las butacas dejándolas preparadas para el próximo concierto y mientras tanto pensaba en que la música que había escuchado sacaba algo distinto de mi que nunca antes había experimentado, permitiéndome olvidar las miserias del día a día que a veces nos impedían disfrutar de las cosas buenas que ofrecía la vida. No solo tenía un trabajo fijo, con un sueldo exiguo todo hay que decirlo, sino que además podía disfrutar de sensaciones fantásticas nunca antes percibidas...

Sin embargo ya no es lo mismo o yo no lo vivo de esa manera. Es como si con la edad o con los desengaños de la vida me hubiera crecido un caparazón grueso como de galápago gigante, que me ha ido insensibilizando. Hace años que la música ha dejado de entusiasmarme, hay piezas imborrables que me harán vibrar siempre, pero mis gustos han cambiado. A veces sintonizo Radio 2 y aguanto un movimiento y luego cambio o apago el aparato. Me pregunto por la razón de esa mudanza, y me digo, diablos, ¿acaso puede alguien cansarse de la belleza que en secreto perseguimos?

- Pero Cefe, Águeda interrumpió su charla tratando de llevarlo de nuevo al pasado, siempre dijiste que tu gran ilusión era tocar el piano porque te encantaba la música clásica y por esa razón quisiste que todas nosotras estudiásemos al menos un instrumento,

- Sin duda que la música ha sido una de mis grandes pasiones y Sergio es testigo de ello en las largas conversaciones que hemos mantenido durante todos estos años, de manera que durante la primera época del Real cuando atendía el ascensor lo que hacía era entrar en la sala el día del ensayo general, me sentaba en una butaca de las primeras filas, junto al pasillo, y así fui aprendiendo; algunos conciertos o sinfonías se me hacían demasiado largos y algunos tiempos incluso llegaban a aburrirme por la dificultad de seguirlos. Me creé una especie de oídos interiores con los que escuchaba armonías nuevas y tras la repetición encontraba cadencias y melodías arduas de descifrar que me provocaban sentimientos encontrados. Me di cuenta de que el oído al igual que los músculos de los brazos y de las piernas requería de entrenamiento para estar en forma y apreciar sonidos que no todo el mundo podía estimar.

Pero no todo lo que me sucedía era igual de bueno. Me angustiaba la idea de no llegar a fin de mes, y cada vez que tu madre se quedaba embarazada  suponía que ella tenía que alargar las horas de la costura hasta bien entrada la medianoche, y recordaba de forma obsesiva la historia de mis padres, era como si esa historia se repitiera sin poder hacer nada por remediarlo, y cuando entraba en la sala de conciertos esos pensamientos adquirían tal densidad en mi cabeza como si fuera lava y cenizas de un volcán en erupción y me quedaba paralizado no fuera que las ideas salieran como chorros por la sala, paralizando a los músicos, trastocándoles las partituras o aterrorizando al público asistente que abandonaría la sala despavorido para estamparse contra las puertas de emergencia que yo no había sido capaz de abrir para evitar la hecatombe.

Así pues, un día subí a la administración para pedirle a mi jefe que me buscara un trabajo más activo donde no se removiera tanto aquella olla que tenía por cabeza, era una persona joven que requería una actividad mayor que pulsar los mandos del ascensor o repartir los programas entre los asistentes al concierto. Quizá no le dije nada de la olla aunque lo pensé tal y como os lo cuento. Pero mi jefe notó que algo me pasaba y como necesitaba gente espabilada para ciertas tareas, fuera de lo habitual, y poco apreciadas por la mayoría de mis colegas, me hizo una propuesta. O al menos yo así lo creí cuando me habló de un cometido muy importante para la orquesta que hasta ese momento no se había realizado debido a la escasez de personal.

Mi nueva misión sería cuidar de los instrumentos propiedad del Real, y tenerlos siempre a punto para los ensayos y en caso de precisar arreglo enviarlos al taller y comprobar las entradas y salidas registrándolas en un libro habilitado al efecto. Mi jefe me advirtió de que algunos instrumentos eran valiosísimos, pertenecían a la orquesta desde hacía más de un siglo, y entre ellos contaban con dos stradivarius fabricados en Cremona. Me sentí abrumado por la responsabilidad pero ufano porque aquella tarea me situaba en uno de los lugares importantes del Real.

Lo primero que hice fue actualizar el libro de registro y renumeré cada uno de los instrumentos para catalogarlos adecuadamente. Conocí nombres curiosos que se daban a algunos instrumentos en particular a la viola, había la viola bastarda, la viola pomposa que usó Bach y otros nombres tenían que ver con la parte del cuerpo donde se apoyaba como la viola de gamba, la viola a spalla, la viola de brazo o la de pierna; incluso había un piano muy antiguo con un nombre espléndido, se llamaba dulcimer. Después me dediqué a hablar con los profesores y las profesoras, pues también había mujeres sobre todo en la cuerda, preguntándoles por el tratamiento que habría de dar a sus instrumentos. En cuanto sabían de mi nueva ocupación los músicos me atendían a las mil maravillas, enseguida se aprendieron mi nombre de pila, pero no eran tan irreverentes como vosotras y lo pronunciaban entero, y me convertí en Ceferino a secas.

Ellos me hablaban acerca de los pormenores de sus utensilios, del tratamiento que requerían aquellos ingenios y de cómo tratar las maderas preciosas con las que estaban hechos los violines, las violas y los chelos o los metales de las trompas, los clarinetes y los oboes. El pianista, por el contrario, me lo puso difícil, me dijo que mejor me olvidara del piano, tan delicado que se desafinaba casi con mirarlo y además existía una profesión específica la de afinador de pianos, y lo único que yo habría de hacer era llamar al afinador cuando él me lo pidiera.

Había una sala de instrumentos en el Teatro donde se exponían algunas de las joyas de la orquesta y pasé al principio de mi nuevo cometido muchas horas tratando de diferenciar aquellos preciados objetos que nunca antes había visto de cerca, de manera que así llegué a aprender qué eran y cómo se llamaban los arcos, las lengüetas, las teclas, las llaves, las clavijas o las sordinas.

Un día intenté frotar un arco de violín y sonaba a maullido de gato o a cantante de ópera ronca y me imaginaba una soprano gruesa lanzando un gallo mientras el público del gallinero le concedía una sonora pitada. Al ensayo general siguiente me interesé por ver cómo los maestros agarraban el arco y cómo sujetaban los violines a la papada cuando tenían que frotar con fuerza. Seguí probando instrumentos pero con los de viento no salía sonido alguno por fuerte que soplara, carecía de técnica y me faltaba fuelle, tendría que hacer ejercicios para ampliar mis pulmones. Y jugando con los instrumentos pensaba cuál sería el que me gustaría tocar, cada uno tenía su particular encanto, en la orquesta el violín parecía ser el rey pese a que abundaban por encima del resto y el grupo de cuerda se asemejaba más a una república que a una monarquía, pero su sonido agudo y encantador resultaba conmovedor; el chelo al tañerlo se asemejaba a un violín melancólico que hubiera envejecido sin llegar a ocupar el papel de abuelo que reclamaba el bajo. Los metales eran como los mariscales de campo que convocaban a la tropa a luchar contra el enemigo. Salté al escenario e iba canturreando la sinfonía de una parte a otra según donde estaban situados los diversos instrumentos, subiendo y bajando escalones desde los primeros violines hasta las trompas y la percusión ubicadas en lo alto. Pero la revelación, mi caída del caballo camino de Damasco como San Pablo, tuvo lugar el día que escuché un concierto de piano, creo que era el Emperador, cuando se debió de encender una luz en mi mente señalándome el instrumento que aprendería a tocar, si el violín era el rey, el piano era el emperador. La infinidad de teclas, luego supe que eran ochenta y ocho, aportaba tal variedad de matices y de color a los sonidos que era imposible resistirse a su encantamiento.

Mil ideas cruzaron por mi mente, sobre todo mi falta de formación musical, los años que hacía falta dedicar para aprender un instrumento, la edad y mi situación de trabajador casado con una familia numerosa a la que alimentar. Pero si yo no era capaz para eso estaban mis hijas o hijos, os mentiría si os dijera que cada vez que Marina venía a hablarme de su nuevo embarazo no paraba de cavilar deseando tener algún varón, con el tiempo llegué a resignarme y puse toda la carne en el asador para que vosotras os iniciarais en la música desde pequeñitas. Buscaría becas para el conservatorio a través de alguno de los músicos o me presentaría un día al director y le contaría mi vida, mis ilusiones imposibles alrededor de la música porque carecía de estudios, ni de bachiller ni de solfeo, ni nada parecido; lo único que podía aportar era el bombazo periodístico de un buen titular: ‘acomodador del Real metido a músico’; luego llegaría la hora de comprar instrumentos aunque fueran de segunda mano.

Como veis era un calco vulgar del cuento de la lechera, yo no me daba cuenta pero esas ideas se habían convertido en una obsesión, el motor de gran parte de las decisiones que tomaba. Fue por entonces cuando Marina comenzó a asistir a sus primeros conciertos y a aficionarse a la música de modo que yo la colaba cuando se tocaban las piezas que a ella le gustaban; enseguida recorría con la vista las butacas vacías y en los abonos llegaba a memorizar quiénes eran los ocupantes de cada localidad, para buscarle un buen sitio, ¿verdad Marina? Luego las cosas fueron cambiando y al final en los últimos años se han vuelto las tornas, ella sigue asistiendo de vez en cuando, mientras que yo una vez que me jubilé dejé de acudir.

- pero eso no está mal, Cefe, terció Eugenia, yo tuve una época en la que era incapaz de escuchar música clásica y hace un año que he regresado a los conciertos, es como si mamá y yo hubiéramos tomado tu testigo.

Me extrañó aquel comentario de mi hermana tan positivo al hablar de mi padre, era como si aquellas conversaciones a varias bandas nos permitieran abrir la caja de Pandora, sin que se surgieran demonios imposibles de domeñar.

- no me interrumpáis, los comentarios los dejáis para cuando yo acabe no sea que no tenga tiempo suficiente. Cuando se reanudó la programación en otoño hubo varios conciertos seguidos de piano y yo era el encargado de disponer que subieran el piano en un pequeño elevador justo al lado del podio del director, abriendo una parte de la tarima que formaba un amplio hueco por el que en cierto momento aparecía triunfante el piano sobre la escena como si se tratara del nacimiento de Venus, o una sirena saliendo a flote, admirada por los marineros seducidos por su canto.

Yo abría la tapa de la cola del piano y la sujetaba por su apoyo para que el sonido de los macillos forrados de fieltro sobre las cuerdas se difundiera a los cuatro vientos y luego hacía lo mismo con la tapa del teclado mostrando las relucientes teclas de hueso, blancas y negras. Cuando salía del escenario me quedaba en un lateral cual tramoyista que observaba las evoluciones de su instrumento sobre la escena para, llegada la ocasión, cambiar de decorado. Entonces me imaginaba a mi mismo vestido de frac, y sujetando las colas para con delicadeza situarlas sobre la parte trasera del asiento con los pies listos para pisar los pedales, concentrado mirando a la vez hacia el director con las manos en alto prestas a acariciar las teclas en cuanto aquél diese la orden.

Mi mente reproducía como una cámara las posiciones de las manos y las teclas para que no se me olvidaran, no recuerdo cuál era el concierto o los conciertos que se tocaron aquel otoño, lo importante era que cuando me sentara delante de un piano, si es que eso sucedía algún día, yo supiera qué hacer con las manos, cómo pulsar las teclas con los dedos, cómo coordinar manos y pies para que haciendo movimientos diferentes sonase una única melodía. Me figuraba a Marina sentada en un lateral de las primeras filas, lanzándome un guiño de complicidad antes de comenzar para darme suerte. Y cuando mis hijas aprendieran allí estaría yo para darles seguridad en los primeros instantes, para que no se sintieran intimidadas con la presencia del público que abarrotaba el aforo de aquella enorme sala.

Seguía desvariando y me ilusionaba con la fantasía de tocar acompañado por mis hijas, primero con Águeda concebí un dúo de piano y violín, con la llegada de Eugenia amplié la formación hasta un trío y poder así interpretar a Brahms, Cecilia abrió la puerta al cuarteto y cuando tu llegaste, Violeta, tuve una inspiración, formaríamos un quinteto para interpretar La trucha y viajaríamos por distintos países del mundo, con titulares de periódico que dirían, ‘un acomodador y sus virtuosas hijas interpretan a Schubert’.

Cefe empezó a toser y mi madre llamó a la enfermera quien le administró un sedante y nos anunció que la operación tendría lugar aquella misma tarde; el cirujano pasaría dentro de un rato para hablar con ellas. Águeda se quedó con él, las demás bajamos a la cafetería.

- ¿cómo le veis vosotras?, preguntó mamá, yo no le veo tan mal como los médicos opinan para tener que intervenirle en una operación tan complicada. Cuando nos cuenta las anécdotas con tanto detalle  y todas escuchamos alrededor, no puedo creerlo, me parece estar viviendo un sueño, algo que durante tanto tiempo había deseado oir,

- mamá, Eugenia paso a ser la portavoz, yo creo que el corazón es el motor del cuerpo pero en la cabeza están las ideas y los sentimientos. Lo que papá tiene dañado es el corazón, pero su cerebro está bien, quizá algo deprimido ante la posible cercanía de la muerte.

Telefonearon a mamá para pedirle que subiera a la planta. La acompañamos y se presentó el cirujano a la puerta de la habitación. Ellos pensaban que el baipás era la solución pero hasta que no abrieran no podían evaluar el estado real del órgano. Por otra parte, nos advertía de que ese tipo de intervenciones solían ser largas, pero no debíamos preocuparnos porque en cuanto terminaran saldrían para contarnos el resultado.

Preferimos quedarnos todas juntas en el hospital como una piña, aun a sabiendas de que nada podía hacerse más que esperar.

Agotamos los cafés de la máquina de aquella planta y subimos y bajamos a las plantas contiguas para mantenernos despejadas. Pasadas las diez de la noche una cirujana salió a informarnos:

- La operación ha salido bien, le hemos puesto dos baipases y ahora hemos de esperar de nuevo otras setenta y dos horas para dar un pronóstico certero. Lo dejamos en la UCI pero en cuanto se recupere lo trasladarán a la planta porque estamos convencidos de la importancia que pueden tener ustedes en la mejoría o incluso en la recuperación de su padre. Ya saben que hay mucha gente con varias válvulas implantadas que llevan una buena vida durante años. Sin embargo no puedo por menos de decirles que el corazón de Ceferino está débil y sus arterias estrechadas dificultan la circulación. Por lo tanto, esperemos.

Yo preferí quedarme a la puerta de la UCI un rato para desconectar de la angustia que me producía aquella situación, necesitaba un tiempo de soledad para sentirme mejor. Ellas lo entendieron y se fueron a casa.