Princesas entre cuerdas (Capítulo XVI)
Que diferente fue el regreso de la ida. Pese al calor que hacía afuera nadie me pidió que pusiera el aire acondicionado. Todavía había luz en la anochecida madrileña de comienzos de verano y no apetecía meterse entre cuatro paredes. Era pura inercia, retornábamos al claustro materno pero sin nuestra madre. En realidad compartíamos una espantosa soledad, patente cuando me atrevía a mantener la mirada al rostro de mis hermanas. Mientras mi padre había estado vivo nos habíamos podido pelear contra él, justificarnos frente a él, pensar que si lo hacíamos mal era por su culpa, que en definitiva él era el origen de nuestros males, pese a que todas hacía años que habíamos abandonado la casa paterna. Al morir Cefe nos quedábamos sin coartadas y no tendríamos otro remedio que asumir la responsabilidad de nuestras acciones con todas sus consecuencias.
Creo que fue Águeda quien nada más sentarse en el sofá rompió a hablar de manera compulsiva pero la desazón nos reconcomía por igual a todas,
- no puedo soportar la idea de la muerte de papá, no lo veía pero sabía que existía, que estaba aquí en esta casa incluso como ausente,
- es distinto no ver a una persona a sabiendas de que está viva pero si quieres puedes tocarla que cuando ya está muerta, incapaz de ser vista, tocada ni escuchada,
- cuántas veces deseé que Cefe se muriera en medio de una de aquellas espantosas discusiones que teníamos cuando nos hicimos ocupas en el ‘queji’. Me avergonzaba de llevar su apellido, de que mis amigos supieran que era su hija, no quería que me identificaran con nada relacionado con él. Ahora es como si algo se me endureciera por dentro, como si se estuviera formando una bola en mi estómago, una bola dura que me oprime las entrañas. Ya se me había borrado que Cefe también tuvo momentos de cariño cuando yo era pequeña o cuando ponía aquella escalerita de madera que hizo para que me subiera y agarrara el contrabajo sin caerme. Durante muchos años la trifulca me impidió ver la otra cara de papá.
Yo no sabía qué decir, para mi no había sido tan terrible como para mis hermanas pero no pretendía meter la pata y que ellas pensaran que yo era diferente, la preferida. Habíamos compartido años de juegos y aficiones semejantes y al final mis problemas eran semejantes a los suyos. Prefería cambiar de tema y volví a sacar la conversación del ‘queji’ que habíamos cortado en el hospital,
- me he quedado desconcertada cuando habéis contado la historia de Matías y el final tan terrible que ha tenido y no sé por qué lo he asociado con un chico de mi pandilla, el ‘hechopolvo’, ya no recuerdo ni su nombre,
- Lucas, se llamaba Lucas, pero no tenía nada que ver con Matías,
- puede que tengas razón, quizá lo he recordado por la fauna tan especial que había en esa época en el ‘queji’, ¿os acordáis de que se pasaba todo el tiempo colocado? Era como Jesucristo superstar después de haber cargado con la cruz varios kilómetros y tomado un cóctel de anfetaminas. Tan delgado, demacrado, casi pálido, de unos ojos muy claros, y un pelo largo, lacio. Todo el día iba puesto, tomaba lo que pillaba, porros, pastillas,… y con el tiempo fue degenerando. Junto con su hermano Martín, robaban a sus padres las llaves de la casa y durante la semana iban allí a ponerse todo lo que habían pillado en Madrid durante el finde, y para que no les pillara la vecina y diera la alarma a su madre se escondían en el porche.
- ¿y qué me decís del ‘valium’?, tenía un hermano, Tobías, que se cayó por el hueco del ascensor de su casa y se mató, fijaos lo colgado que estaría que no se dio cuenta al abrir la puerta de que no había ascensor. La puerta estaría estropeada, claro, para abrirse así. El ‘valium’ trataba de impresionarnos con las historias que contaba, que si una vez se le había enrollado una culebra larguísima alrededor de su cuerpo, que si otra vez se había topado con un jabalí subiendo al monte de la Atalaya, y el jabalí en vez de atacarlo dio media vuelta y se marchó como un perro temeroso con el rabo entre las patas. Pero lo peor de todo era las guarradas que practicaba y luego nos perseguía a las chicas para enseñarnos el frasco donde guardaba su semen después de hacerse su paja diaria. Importunaba a las parejas para ver si las cogía in fraganti chingando y las obligaba a vestirse y marcharse a otra parte.
- Y cuando bajábamos toda la panda al río en la poza donde decían que había un remolino que se había tragado varios bañistas incautos, el ‘valium’ bajaba corriendo por la ladera desde casa de los ‘petas’ vistiendo un bañador de tela marrón con unas palmeras despintadas, una toalla al hombro y las gafas de bucear puestas sobre la sien, al llegar al borde se detenía bruscamente y se tiraba de cabeza como si estuviera en un acantilado del Cantábrico. Un día apareció muerto en el puente de la Pineda, atropellado por un tren y las malas lenguas dieron la versión de que había intentado subirse al tren desde el puente y como iba borracho se cayó, otros de lengua más viperina decían que se había tirado aposta,
- De quien guardo recuerdos muy agradables es de Hugolino, siempre nos ponía buena cara en el bar, y nos dejaba que pasáramos tardes enteras jugando con las máquinas sin apenas consumir, comprábamos pipas, chicles o como mucho una fanta. Nos contaba que había trabajado en la Renfe poniendo traviesas en la línea de Barcelona. Su mujer Rufina era la que freía los entresijos y las mollejas. Pero lo mejor de Hugolino era, os acordáis, que una vez recogidas las mesas por la noche, esperaba que le pidiéramos que sacara el acordeón y tocara para nosotros. El acordeón estaba desconchado, el fuelle había perdido flexibilidad y las teclas lustre; solo sabía tocar un trozo de dos canciones, el tango A media luz y el pasodoble La horchatera valenciana, ninguna noche faltaba a su cita con el acordeón tocando las dos piezas. Hugolino además suavizaba al guarda, el señor Liborio, ‘patabote’, un colega suyo en la Renfe que perdió un pie en un cruce de vías. Quizá no sabéis que su mote provenía de que en vez de bota llevaba un trozo de neumático atado con un alambre. Durante la semana nadie lo veía porque o bien estaba en el bar de Hugolino o bien durmiendo la mona tras la valla de algún chalé vacío. Ahora eso sí, los fines de semana ‘patabote’ tenía que mostrar que era la autoridad de la colonia, sacaba un fusil, se ponía un cinturón grande de cuero en bandolera, con una placa enorme que decía guarda y una gorra de plato y de esa manera se paseaba marcialmente por las calles del ‘queji’.
- Pues vosotras no habéis conocido al ‘guty’. Cuando yo le conocí tenía catorce años, eran tres hermanos de familia y definía a su familia que te cagas, ‘esto es la hostia, mis tíos son militares, mi hermano mayor guardia civil, yo camello y al pequeño no le admitieron en la benemérita por cazurro’. No era un balarrasa pero no le tenía miedo a nada, era alegre, ocurrente, se pasaba bebiendo toda la noche, primero botellines luego cambiaba al güisqui, seguro que se fumaba unos cuantos porros si no es que tomaba coca y así se iba cocido a la cama, aunque los fines de semana antes de volver a su casa por la noche, se paseaba con el loro a cuestas por toda la colonia con el volumen a tope y nadie era capaz de callarle. Una noche nos dimos cuenta de que algo iba mal, estábamos toda la pandilla junto al chopo gigante charlando y comiendo pipas, alguien dijo que nos calláramos y de repente en el silencio oímos al ‘guty’ que se estaba orinando sin darse cuenta, ya no controlaba.
Su familia lo metió en una clínica, le vigilaban los gastos y las amistades que lo visitaban, el alcohol prohibido, pero al tomar la medicación se fue apagando, se dedicó a hacer cursos de manualidades y dejó de ser el guty, hasta que al final la cirrosis galopante hizo que el hígado dejara de funcionar. Creo que no tendría más de veintitrés años. Estábamos totalmente deprimidos y al verano siguiente dejamos de ir al apeadero para no recordar los buenos tiempos y cuando en la radio ponían las canciones de Deep Purple, que él siempre tarareaba, sintonizábamos otra emisora porque el ‘guty’ no estaba ya para contar chistes o hacernos unas risas.
-¿Y qué decir de la representación femenina encabezada por Ruper y Beni? Tú no las recordarás, Violeta, porque dejaron de ir al ‘queji’ cuando eras pequeña. Eran bajitas, chaparras, teñidas de bote de color rubio platino, siempre vestían minifalda enseñando el muslamen, y eran la comidilla de la colonia. Ruper parecía la mayor de edad y de envergadura, culona y de tetas grandes, vamos la Marilyn del ‘queji. Dicen que el practicante de la estación bebía los vientos por ella y cuando tenía que ponerle alguna inyección le metía mano sin misericordia.
Beni era tímida e iba siempre al rebufo de su hermana, más proporcionada que Ruper y de mejor tipo, pero todas las miradas siempre se dirigían en primer lugar a la mayor. Fueron las pioneras del bikini para tomar el sol en las pozas del río y los chicos se paseaban por donde ellas estaban como moscones atraídos por un tarro de miel, dando vueltas sin cesar y hostigándolas, pero ellas se ponían al mundo por montera, aunque al final se largaban desesperadas a casa, hartas de que no las dejaran en paz.
No se integraron en ninguna de las pandillas pues las chicas les hacíamos el vacío. Trabajaban en un bar, cerca de la puerta del Sol y la gente decía que era un lugar de alterne, pero no era cierto. Un verano llegaron las dos hermanas acompañadas por un par de holandeses con pinta de macarras que actuaban casi de guardaespaldas suyos. Nadie daba un duro por aquella relación de dobles parejas pero al año siguiente ya no fueron al ‘queji’ y tiempo después alguien comentó que se habían casado y vivían en Holanda, donde la gente era más respetuosa.
De la sonrisa pasábamos a la carcajada abierta para volver de nuevo a una risa esbozada, no sé si por los buenos momentos que habíamos pasado en el ‘queji’, o por esas figuras tan peculiares que puestas todas juntas abarrotarían una caseta de feria.
- Ninguna habéis mencionado a los pijos del ‘queji’, los tirillas. Ya os habéis olvidado de lo bien que nos lo pasábamos en las fiestas. Aquella iglesia, como una cocina americana dentro de la plaza, que aparecía los domingos al descorrer una puerta cerrada durante el resto de la semana. Los tirillas, Violeta, aunque para nosotros eran pijos, en realidad, venían del barrio de Villaverde, y participaban en todos los campeonatos deportivos. Eso sí, siempre iban equipados, con zapatillas deportivas de marca, y con camiseta y pantalón a juego, incluso se peinaban, mientras que los nuestros, Luis, Carlos, David, Javi, iban en chancletas, con unas camisetas viejas y raídas, los pantalones eran bañadores usados ya desteñidos, y encima los petas llegaban a jugar con las manos llenas de cemento. ¡Y el no va más fue aquel día cuando las chicas de los tirillas hicieron parar el partido de balón bolea porque a la hormiga atómica, a la ‘donkey’, pues dos apodos tenía, se le había partido una uña!
- Ellos, después de los partidos, iban a bares distintos de los que nosotros frecuentábamos y hacían fiestas exclusivas en sus casas a las que nunca nos invitaron.
- Encarnaban una clase social distinta, aquello era una clase práctica de sociología. Los tirillas frente al casticismo madrileño, representado por las hijas de Cefe y sus amigos, procedentes en su mayoría de La Latina, muchos de ellos tenderos con un puesto en el mercado.
- A mi me encantaba aquel amigo de papá que era poeta, ¿os acordáis de cómo se llamaba?, eso, Luciano. Lo mejor de aquel hombre era que en las fiestas recitaba sus poemas con unos ripios terribles y sus hijos al escucharle pronunciar los primeros versos, rojos como cardenales, salían escopetados por la vereda que bajaba al río. Todavía tengo grabados los primeros versos:
“Ay Quejigal, Quejigal,
Quién te descubrió mi amor,
A ciencia cierta que fue un descendiente sin par
De nuestro genial Colón”.
Estallamos al unísono en risas rememorando el esperpento que nos conducía a un pasado donde vivimos momentos felices que siempre guardaríamos en nuestro corazón.
- parece que la inminencia de la muerte de Cefe nos ha puesto a aventar nuestros fantasmas,
- Mamá está sola en el hospital y nosotras no paramos de reír.
Violeta anunció que se iba a la cama y la reunión se disgregó pasada la medianoche. Me puse los zapatos que había dejado por el suelo del salon de mi madre y bajé a la calle. Al llegar a casa eché un vistazo al cuarto de los niños, mi cuñada había venido para cuidarlos y estaba en la habitación de huéspedes. Me desnudé y me tumbé encima de la cama, traté de conciliar el sueño pero no pude pegar ojo. Habrían transcurrido un par de horas cuando llegó Sergio.